Huele a tinta y a café de máquina. Huele a familia, aquella que no es de sangre y con la que compartimos tres cuartas partes de los días. Huele a ABC. Huele, queridos lectores, a vida. Vuelvo a la redacción tras un mes de ausencia forzada por una neumonía que me privó de mis abonos de Josefa Valcárcel 40 bis y Alcalá 237. De mi ruedo de ABC y de mi plaza de Las Ventas. Le decía a los míos que no había ‘cornada’ que me hiciera perder San Isidro, pero hubo un momento en que el pulmón izquierdo me dejó en el dique seco, mientras me arrebataba las tardes de toros, el latido del tendido, la gloriosa victorinada y la puerta grande —¡oh, Dios!— de Morante. Tras su maciza faena de la Corrida de la Prensa, la última que vieron mis ojos, la última que a ustedes les conté, la fiebre dijo «hasta aquí hemos llegado, Charo». Y con la más grandiosa de las obras isidriles cogí antibióticos, corticoides, ambulatorios, hospitales, farmacias, cama y manta. Regreso este 2 de julio, de nuevo con el genio de La Puebla en un cartel, esta vez en su reaparición en Burgos, donde mi compañero Ángel González Abad, que tan magistralmente cogió el testigo de San Isidro junto con Alicia P. Velarde, les cuenta lo sucedido. Confieso que no he perdido ‘puntá’ a través de los colegas de este y otros medios. Y las gracias que he transmitido a mis amigos de Telemadrid las comparto aquí públicamente: sin las cámaras, me hubiera perdido parte de la historia. ¡Gracias! Gracias a todos los que han colmado mi móvil de mensajes, a mis compañeros –¡qué grande es la sección de Cultura!–, a tantos profesionales del toro y a ustedes, los lectores, que también han llamado y escrito para interesarse por mi estado, con palabras que nunca olvidaré, como las del eterno ‘Monosabio’. ¡Gracias y gracias! Para qué engañarnos, la primera semana hubo algún rumor de si había dejado ABC para irme a otro medio: qué arte tuvo la llamada de un admirable ganadero sevillano. Aquí sigo, en mi Casa.Y, gracias, siempre gracias, a los médicos, a los de la Princesa y la Ruber, al doctor Torres, siempre tan paciente con una pésima enferma que buscaba acelerar lo ‘inacelerable’ y una pócima secreta para coger los avíos y saltar a la arena cuanto antes. Cómo nos gusta el toreo despacito y qué prisas tenemos en lo demás… Me espera ahora el sol de julio de Pamplona, la furia blanca de los sanfermines, y me siento como una chiquilla sonriente con pañuelico nuevo. Antes, en este miércoles de sol y moscas, he pisado ABC con un nudo en el estómago, saboreando ese paseíllo que nunca llegaba. He contado los pasos y las escaleras con los ojos nublados y me he emocionado al ver a mis compañeros con ese saludo al son del ‘Gato Montés’. Cuarenta y tres pasos y veintidós escaleras para volver a respirar mi mundo.La mesa estaba cómo la dejé: el orden de mi desorden, notas garabateadas, ese ventilador portátil que compré de urgencia en una calurosísima feria de Guadalajara, una pila de libros con arquitectura de Torre Eiffel, un boli que no pinta y el runrún de la redacción. Atrás queda el sonido de las cuerdas de tender del patio interior: llevo más de una década en mi bloque, pero en este junio saludé a través de la ventana a vecinos que ni conocía; miré a otros ojos cuyo color no sabía ni que existía. El jueves, mientras una pinza volaba de la repisa, la señora del quinto me preguntó si no recordaba lo del Covid… ¿Saben? Hay gente en la más completa soledad. Yo tengo una familia maravillosa, la de sangre y la elegida, la de Esparragosa y la de Madrid. El teléfono nunca dejó de sonar. Y hoy pienso en esa gente a la que nunca le suena. Son demasiados. Gracias por la lección.Mientras escribo estas líneas, el eco de los clarines se cuela por los ventanales de Vocento: ya huele a chupinazo y a esa tinta que corre por nuestras abecedarias venas. Huele a tinta y a café de máquina. Huele a familia, aquella que no es de sangre y con la que compartimos tres cuartas partes de los días. Huele a ABC. Huele, queridos lectores, a vida. Vuelvo a la redacción tras un mes de ausencia forzada por una neumonía que me privó de mis abonos de Josefa Valcárcel 40 bis y Alcalá 237. De mi ruedo de ABC y de mi plaza de Las Ventas. Le decía a los míos que no había ‘cornada’ que me hiciera perder San Isidro, pero hubo un momento en que el pulmón izquierdo me dejó en el dique seco, mientras me arrebataba las tardes de toros, el latido del tendido, la gloriosa victorinada y la puerta grande —¡oh, Dios!— de Morante. Tras su maciza faena de la Corrida de la Prensa, la última que vieron mis ojos, la última que a ustedes les conté, la fiebre dijo «hasta aquí hemos llegado, Charo». Y con la más grandiosa de las obras isidriles cogí antibióticos, corticoides, ambulatorios, hospitales, farmacias, cama y manta. Regreso este 2 de julio, de nuevo con el genio de La Puebla en un cartel, esta vez en su reaparición en Burgos, donde mi compañero Ángel González Abad, que tan magistralmente cogió el testigo de San Isidro junto con Alicia P. Velarde, les cuenta lo sucedido. Confieso que no he perdido ‘puntá’ a través de los colegas de este y otros medios. Y las gracias que he transmitido a mis amigos de Telemadrid las comparto aquí públicamente: sin las cámaras, me hubiera perdido parte de la historia. ¡Gracias! Gracias a todos los que han colmado mi móvil de mensajes, a mis compañeros –¡qué grande es la sección de Cultura!–, a tantos profesionales del toro y a ustedes, los lectores, que también han llamado y escrito para interesarse por mi estado, con palabras que nunca olvidaré, como las del eterno ‘Monosabio’. ¡Gracias y gracias! Para qué engañarnos, la primera semana hubo algún rumor de si había dejado ABC para irme a otro medio: qué arte tuvo la llamada de un admirable ganadero sevillano. Aquí sigo, en mi Casa.Y, gracias, siempre gracias, a los médicos, a los de la Princesa y la Ruber, al doctor Torres, siempre tan paciente con una pésima enferma que buscaba acelerar lo ‘inacelerable’ y una pócima secreta para coger los avíos y saltar a la arena cuanto antes. Cómo nos gusta el toreo despacito y qué prisas tenemos en lo demás… Me espera ahora el sol de julio de Pamplona, la furia blanca de los sanfermines, y me siento como una chiquilla sonriente con pañuelico nuevo. Antes, en este miércoles de sol y moscas, he pisado ABC con un nudo en el estómago, saboreando ese paseíllo que nunca llegaba. He contado los pasos y las escaleras con los ojos nublados y me he emocionado al ver a mis compañeros con ese saludo al son del ‘Gato Montés’. Cuarenta y tres pasos y veintidós escaleras para volver a respirar mi mundo.La mesa estaba cómo la dejé: el orden de mi desorden, notas garabateadas, ese ventilador portátil que compré de urgencia en una calurosísima feria de Guadalajara, una pila de libros con arquitectura de Torre Eiffel, un boli que no pinta y el runrún de la redacción. Atrás queda el sonido de las cuerdas de tender del patio interior: llevo más de una década en mi bloque, pero en este junio saludé a través de la ventana a vecinos que ni conocía; miré a otros ojos cuyo color no sabía ni que existía. El jueves, mientras una pinza volaba de la repisa, la señora del quinto me preguntó si no recordaba lo del Covid… ¿Saben? Hay gente en la más completa soledad. Yo tengo una familia maravillosa, la de sangre y la elegida, la de Esparragosa y la de Madrid. El teléfono nunca dejó de sonar. Y hoy pienso en esa gente a la que nunca le suena. Son demasiados. Gracias por la lección.Mientras escribo estas líneas, el eco de los clarines se cuela por los ventanales de Vocento: ya huele a chupinazo y a esa tinta que corre por nuestras abecedarias venas. Huele a tinta y a café de máquina. Huele a familia, aquella que no es de sangre y con la que compartimos tres cuartas partes de los días. Huele a ABC. Huele, queridos lectores, a vida. Vuelvo a la redacción tras un mes de ausencia forzada por una neumonía que me privó de mis abonos de Josefa Valcárcel 40 bis y Alcalá 237. De mi ruedo de ABC y de mi plaza de Las Ventas. Le decía a los míos que no había ‘cornada’ que me hiciera perder San Isidro, pero hubo un momento en que el pulmón izquierdo me dejó en el dique seco, mientras me arrebataba las tardes de toros, el latido del tendido, la gloriosa victorinada y la puerta grande —¡oh, Dios!— de Morante. Tras su maciza faena de la Corrida de la Prensa, la última que vieron mis ojos, la última que a ustedes les conté, la fiebre dijo «hasta aquí hemos llegado, Charo». Y con la más grandiosa de las obras isidriles cogí antibióticos, corticoides, ambulatorios, hospitales, farmacias, cama y manta. Regreso este 2 de julio, de nuevo con el genio de La Puebla en un cartel, esta vez en su reaparición en Burgos, donde mi compañero Ángel González Abad, que tan magistralmente cogió el testigo de San Isidro junto con Alicia P. Velarde, les cuenta lo sucedido. Confieso que no he perdido ‘puntá’ a través de los colegas de este y otros medios. Y las gracias que he transmitido a mis amigos de Telemadrid las comparto aquí públicamente: sin las cámaras, me hubiera perdido parte de la historia. ¡Gracias! Gracias a todos los que han colmado mi móvil de mensajes, a mis compañeros –¡qué grande es la sección de Cultura!–, a tantos profesionales del toro y a ustedes, los lectores, que también han llamado y escrito para interesarse por mi estado, con palabras que nunca olvidaré, como las del eterno ‘Monosabio’. ¡Gracias y gracias! Para qué engañarnos, la primera semana hubo algún rumor de si había dejado ABC para irme a otro medio: qué arte tuvo la llamada de un admirable ganadero sevillano. Aquí sigo, en mi Casa.Y, gracias, siempre gracias, a los médicos, a los de la Princesa y la Ruber, al doctor Torres, siempre tan paciente con una pésima enferma que buscaba acelerar lo ‘inacelerable’ y una pócima secreta para coger los avíos y saltar a la arena cuanto antes. Cómo nos gusta el toreo despacito y qué prisas tenemos en lo demás… Me espera ahora el sol de julio de Pamplona, la furia blanca de los sanfermines, y me siento como una chiquilla sonriente con pañuelico nuevo. Antes, en este miércoles de sol y moscas, he pisado ABC con un nudo en el estómago, saboreando ese paseíllo que nunca llegaba. He contado los pasos y las escaleras con los ojos nublados y me he emocionado al ver a mis compañeros con ese saludo al son del ‘Gato Montés’. Cuarenta y tres pasos y veintidós escaleras para volver a respirar mi mundo.La mesa estaba cómo la dejé: el orden de mi desorden, notas garabateadas, ese ventilador portátil que compré de urgencia en una calurosísima feria de Guadalajara, una pila de libros con arquitectura de Torre Eiffel, un boli que no pinta y el runrún de la redacción. Atrás queda el sonido de las cuerdas de tender del patio interior: llevo más de una década en mi bloque, pero en este junio saludé a través de la ventana a vecinos que ni conocía; miré a otros ojos cuyo color no sabía ni que existía. El jueves, mientras una pinza volaba de la repisa, la señora del quinto me preguntó si no recordaba lo del Covid… ¿Saben? Hay gente en la más completa soledad. Yo tengo una familia maravillosa, la de sangre y la elegida, la de Esparragosa y la de Madrid. El teléfono nunca dejó de sonar. Y hoy pienso en esa gente a la que nunca le suena. Son demasiados. Gracias por la lección.Mientras escribo estas líneas, el eco de los clarines se cuela por los ventanales de Vocento: ya huele a chupinazo y a esa tinta que corre por nuestras abecedarias venas. RSS de noticias de cultura
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