«Estoy harto por igual de la vida, el licor y la literatura», dijo con 25 años. Curiosa catástrofe la suya, reflejada línea a línea en su obra y su biografía. Como Jay Gatsby , su personaje más icónico, Francis Scott Fitzgerald vivió una década singular. Acabada la primera guerra mundial, América cambió sus códigos morales y se inclinó a ritmo de foxtrot hacia el lujo y la especulación. La prosperidad parecía imparable, hasta el crack bursátil del 29. Con la economía, se quebraron muchas vidas, la suya entre ellas. Descalabrado como la uve de verano, el estío le va como anillo al dedo a Scott Fitzgerald. Todo en él arde con fuerza. Una pira, incendio, el esplendor y la decadencia. El asfixiante talento y el vaporoso olvido. Considerado uno de los autores más representativos de la Generación Perdida de los años veinte, reflejó en su obra, quizá mejor que ningún otro escritor de la época, el espíritu de aquellos años desquiciados. El éxito de su primera novela, ‘A este lado del paraíso’ (1920) , lo convirtió en una celebridad rápidamente. Su tercera novela, ‘El gran Gatsby’ (1925) , considerada su gran obra maestra, puede que sea la más firme oda al verano, estación que todo lo consume y lo tritura. «Y así, con la luz del sol y la explosión espléndida de las hojas que crecían en los árboles como crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano», escribe Scott Fitzgerald sobre ese verano en el que Nick Carraway alquila una pequeña casa en Long Island, en el pueblo ficticio de West Egg, al lado de la lujosa mansión de Jay Gatsby, un misterioso millonario que organiza fiestas extravagantes, pero sin participar de ellas. «Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma». El verano húmedo y sofocante es, también, decrepitud. No sólo en el Long Island de Gatsby, también en la Riviera Francesa de ‘Suave es la noche’. Descrito por Fitzgerald, el mediterráneo parece a punto de evaporarse. Languidece. «A un kilómetro del mar, una mañana de junio de 1925, una calesa trajo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. Cuando el mar y el cielo aparecieron debajo de ellas en una delgada y cálida línea, el mediterráneo iba cediendo sus pigmentos, momento a momento, al sol implacable». Ese verano furioso de sus textos más tempranos —’Hermosos y malditos’, por ejemplo— desemboca en la asfixia que iría manifestándose en su propia vida. «Ah, mi hermosa joven, la tuya no fue la primera delicadeza que se ha desvanecido aquí bajo los soles del verano… generaciones de mujeres sin amor se han adornado ante ese espejo para amantes rústicos que no prestaron atención. La juventud entró en esta habitación en el azul más pálido y la abandonó en los grises sudarios de la desesperación», escribe él para ilustrar el descalabro de Anthony Patch y Gloria Gilbert como reflejo de su propia vida. A mediados de los años treinta, obligado por su situación financiera, conviviendo con el alcoholismo y atendiendo las necesidades de la enfermedad mental de Zelda, su esposa, Fitzgerald intentó reinventarse a sí mismo como guionista de en Hollywood. Fracasó en el intento. Murió antes de terminar su última novela, ‘El último magnate’. «Estoy harto por igual de la vida, el licor y la literatura», dijo con 25 años. Curiosa catástrofe la suya, reflejada línea a línea en su obra y su biografía. Como Jay Gatsby , su personaje más icónico, Francis Scott Fitzgerald vivió una década singular. Acabada la primera guerra mundial, América cambió sus códigos morales y se inclinó a ritmo de foxtrot hacia el lujo y la especulación. La prosperidad parecía imparable, hasta el crack bursátil del 29. Con la economía, se quebraron muchas vidas, la suya entre ellas. Descalabrado como la uve de verano, el estío le va como anillo al dedo a Scott Fitzgerald. Todo en él arde con fuerza. Una pira, incendio, el esplendor y la decadencia. El asfixiante talento y el vaporoso olvido. Considerado uno de los autores más representativos de la Generación Perdida de los años veinte, reflejó en su obra, quizá mejor que ningún otro escritor de la época, el espíritu de aquellos años desquiciados. El éxito de su primera novela, ‘A este lado del paraíso’ (1920) , lo convirtió en una celebridad rápidamente. Su tercera novela, ‘El gran Gatsby’ (1925) , considerada su gran obra maestra, puede que sea la más firme oda al verano, estación que todo lo consume y lo tritura. «Y así, con la luz del sol y la explosión espléndida de las hojas que crecían en los árboles como crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano», escribe Scott Fitzgerald sobre ese verano en el que Nick Carraway alquila una pequeña casa en Long Island, en el pueblo ficticio de West Egg, al lado de la lujosa mansión de Jay Gatsby, un misterioso millonario que organiza fiestas extravagantes, pero sin participar de ellas. «Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma». El verano húmedo y sofocante es, también, decrepitud. No sólo en el Long Island de Gatsby, también en la Riviera Francesa de ‘Suave es la noche’. Descrito por Fitzgerald, el mediterráneo parece a punto de evaporarse. Languidece. «A un kilómetro del mar, una mañana de junio de 1925, una calesa trajo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. Cuando el mar y el cielo aparecieron debajo de ellas en una delgada y cálida línea, el mediterráneo iba cediendo sus pigmentos, momento a momento, al sol implacable». Ese verano furioso de sus textos más tempranos —’Hermosos y malditos’, por ejemplo— desemboca en la asfixia que iría manifestándose en su propia vida. «Ah, mi hermosa joven, la tuya no fue la primera delicadeza que se ha desvanecido aquí bajo los soles del verano… generaciones de mujeres sin amor se han adornado ante ese espejo para amantes rústicos que no prestaron atención. La juventud entró en esta habitación en el azul más pálido y la abandonó en los grises sudarios de la desesperación», escribe él para ilustrar el descalabro de Anthony Patch y Gloria Gilbert como reflejo de su propia vida. A mediados de los años treinta, obligado por su situación financiera, conviviendo con el alcoholismo y atendiendo las necesidades de la enfermedad mental de Zelda, su esposa, Fitzgerald intentó reinventarse a sí mismo como guionista de en Hollywood. Fracasó en el intento. Murió antes de terminar su última novela, ‘El último magnate’. «Estoy harto por igual de la vida, el licor y la literatura», dijo con 25 años. Curiosa catástrofe la suya, reflejada línea a línea en su obra y su biografía. Como Jay Gatsby , su personaje más icónico, Francis Scott Fitzgerald vivió una década singular. Acabada la primera guerra mundial, América cambió sus códigos morales y se inclinó a ritmo de foxtrot hacia el lujo y la especulación. La prosperidad parecía imparable, hasta el crack bursátil del 29. Con la economía, se quebraron muchas vidas, la suya entre ellas. Descalabrado como la uve de verano, el estío le va como anillo al dedo a Scott Fitzgerald. Todo en él arde con fuerza. Una pira, incendio, el esplendor y la decadencia. El asfixiante talento y el vaporoso olvido. Considerado uno de los autores más representativos de la Generación Perdida de los años veinte, reflejó en su obra, quizá mejor que ningún otro escritor de la época, el espíritu de aquellos años desquiciados. El éxito de su primera novela, ‘A este lado del paraíso’ (1920) , lo convirtió en una celebridad rápidamente. Su tercera novela, ‘El gran Gatsby’ (1925) , considerada su gran obra maestra, puede que sea la más firme oda al verano, estación que todo lo consume y lo tritura. «Y así, con la luz del sol y la explosión espléndida de las hojas que crecían en los árboles como crecen las cosas en las películas a cámara rápida, tuve la certeza bien conocida de que la vida vuelve a empezar con el verano», escribe Scott Fitzgerald sobre ese verano en el que Nick Carraway alquila una pequeña casa en Long Island, en el pueblo ficticio de West Egg, al lado de la lujosa mansión de Jay Gatsby, un misterioso millonario que organiza fiestas extravagantes, pero sin participar de ellas. «Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma». El verano húmedo y sofocante es, también, decrepitud. No sólo en el Long Island de Gatsby, también en la Riviera Francesa de ‘Suave es la noche’. Descrito por Fitzgerald, el mediterráneo parece a punto de evaporarse. Languidece. «A un kilómetro del mar, una mañana de junio de 1925, una calesa trajo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. Cuando el mar y el cielo aparecieron debajo de ellas en una delgada y cálida línea, el mediterráneo iba cediendo sus pigmentos, momento a momento, al sol implacable». Ese verano furioso de sus textos más tempranos —’Hermosos y malditos’, por ejemplo— desemboca en la asfixia que iría manifestándose en su propia vida. «Ah, mi hermosa joven, la tuya no fue la primera delicadeza que se ha desvanecido aquí bajo los soles del verano… generaciones de mujeres sin amor se han adornado ante ese espejo para amantes rústicos que no prestaron atención. La juventud entró en esta habitación en el azul más pálido y la abandonó en los grises sudarios de la desesperación», escribe él para ilustrar el descalabro de Anthony Patch y Gloria Gilbert como reflejo de su propia vida. A mediados de los años treinta, obligado por su situación financiera, conviviendo con el alcoholismo y atendiendo las necesidades de la enfermedad mental de Zelda, su esposa, Fitzgerald intentó reinventarse a sí mismo como guionista de en Hollywood. Fracasó en el intento. Murió antes de terminar su última novela, ‘El último magnate’. RSS de noticias de cultura
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