Durante el tiempo de Adviento la liturgia nos hace escuchar al profeta Isaías que anuncia la llegada del Mesías con el trasfondo de una sociedad y de un orden que se estaban descomponiendo en aquella época de Israel. Se trata de un tiempo muy lejano, pero el panorama que dibuja el profeta no deja de resultarnos familiar. Hoy nuestro mundo está ansioso. Oriente Medio ha entrado en ebullición, la guerra hace estragos en Europa ; los viejos equilibrios de la posguerra parece que ya no sirven mientras los gobiernos se derrumban. Lo que Juan Pablo II llamó «la cultura de la muerte « avanza y se consagra en nuestras legislaciones, y Europa parece haber perdido su voluntad de vivir, como demuestra el invierno demográfico. Quizás el drama que se está desarrollando en el cuerpo político europeo sólo es la consecuencia de un daño que previamente ha hecho estragos en el interior de nuestras sociedades y en las personas que las forman. Es como si asistiéramos a los dolores de parto de un mundo que se está reconfigurando. Algo semejante ocurre en nuestra vida personal y familiar. Atravesar las circunstancias de la vida siempre implica una apuesta y, por lo tanto, un riesgo. Vivimos en la carne, en el tiempo y en el espacio, y eso implica miedos, dudas, cálculos, soluciones aproximadas. Todo eso es parte imprescindible de la vida. Impresiona pensar que eso es lo que asumió el Verbo de Dios cuando decidió hacerse carne. Y lo hizo, precisamente, para que nosotros podamos atravesar toda esa fatiga, esa incertidumbre y esos miedos con una inteligencia y una libertad sostenidas por Él a través de su Cuerpo, que es la Iglesia. Para ayudarnos a vivir en la carne, Él se ha hecho carne, y nos ha brindado una compañía carnal , el hogar de la Iglesia. Nos pesa el tiempo, nos inquieta el futuro y lo afrontamos con el límite de nuestra propia sicología y con el bagaje complejo de nuestra historia personal y colectiva. Tiene que ser así, no podemos saltarnos eso como si fuésemos seres angélicos u hologramas, como se diría hoy. Cuando estos días clamamos «¡ven, Emmanuel», no se trata de un mantra. La memoria cristiana sabe que la promesa de un Dios con nosotros no es un cuento de hadas, sabe que Jesucristo está con nosotros ahora, que es más fuerte que cualquier mal, que frente a la perplejidad y al dolor podemos permanecer en pie junto a Él. Y eso significa, también, poder leer los signos de los tiempos, no como aquellos habitantes de Jerusalén de los que habla Isaías, gente «sin entendimiento« y, por lo tanto, confundida y asustada . El Adviento nos invita a hacer consciente esa memoria que ha sostenido el camino de la Iglesia a través de catástrofes y revoluciones, a no dudar de la promesa de Cristo. Durante el tiempo de Adviento la liturgia nos hace escuchar al profeta Isaías que anuncia la llegada del Mesías con el trasfondo de una sociedad y de un orden que se estaban descomponiendo en aquella época de Israel. Se trata de un tiempo muy lejano, pero el panorama que dibuja el profeta no deja de resultarnos familiar. Hoy nuestro mundo está ansioso. Oriente Medio ha entrado en ebullición, la guerra hace estragos en Europa ; los viejos equilibrios de la posguerra parece que ya no sirven mientras los gobiernos se derrumban. Lo que Juan Pablo II llamó «la cultura de la muerte « avanza y se consagra en nuestras legislaciones, y Europa parece haber perdido su voluntad de vivir, como demuestra el invierno demográfico. Quizás el drama que se está desarrollando en el cuerpo político europeo sólo es la consecuencia de un daño que previamente ha hecho estragos en el interior de nuestras sociedades y en las personas que las forman. Es como si asistiéramos a los dolores de parto de un mundo que se está reconfigurando. Algo semejante ocurre en nuestra vida personal y familiar. Atravesar las circunstancias de la vida siempre implica una apuesta y, por lo tanto, un riesgo. Vivimos en la carne, en el tiempo y en el espacio, y eso implica miedos, dudas, cálculos, soluciones aproximadas. Todo eso es parte imprescindible de la vida. Impresiona pensar que eso es lo que asumió el Verbo de Dios cuando decidió hacerse carne. Y lo hizo, precisamente, para que nosotros podamos atravesar toda esa fatiga, esa incertidumbre y esos miedos con una inteligencia y una libertad sostenidas por Él a través de su Cuerpo, que es la Iglesia. Para ayudarnos a vivir en la carne, Él se ha hecho carne, y nos ha brindado una compañía carnal , el hogar de la Iglesia. Nos pesa el tiempo, nos inquieta el futuro y lo afrontamos con el límite de nuestra propia sicología y con el bagaje complejo de nuestra historia personal y colectiva. Tiene que ser así, no podemos saltarnos eso como si fuésemos seres angélicos u hologramas, como se diría hoy. Cuando estos días clamamos «¡ven, Emmanuel», no se trata de un mantra. La memoria cristiana sabe que la promesa de un Dios con nosotros no es un cuento de hadas, sabe que Jesucristo está con nosotros ahora, que es más fuerte que cualquier mal, que frente a la perplejidad y al dolor podemos permanecer en pie junto a Él. Y eso significa, también, poder leer los signos de los tiempos, no como aquellos habitantes de Jerusalén de los que habla Isaías, gente «sin entendimiento« y, por lo tanto, confundida y asustada . El Adviento nos invita a hacer consciente esa memoria que ha sostenido el camino de la Iglesia a través de catástrofes y revoluciones, a no dudar de la promesa de Cristo. Durante el tiempo de Adviento la liturgia nos hace escuchar al profeta Isaías que anuncia la llegada del Mesías con el trasfondo de una sociedad y de un orden que se estaban descomponiendo en aquella época de Israel. Se trata de un tiempo muy lejano, pero el panorama que dibuja el profeta no deja de resultarnos familiar. Hoy nuestro mundo está ansioso. Oriente Medio ha entrado en ebullición, la guerra hace estragos en Europa ; los viejos equilibrios de la posguerra parece que ya no sirven mientras los gobiernos se derrumban. Lo que Juan Pablo II llamó «la cultura de la muerte « avanza y se consagra en nuestras legislaciones, y Europa parece haber perdido su voluntad de vivir, como demuestra el invierno demográfico. Quizás el drama que se está desarrollando en el cuerpo político europeo sólo es la consecuencia de un daño que previamente ha hecho estragos en el interior de nuestras sociedades y en las personas que las forman. Es como si asistiéramos a los dolores de parto de un mundo que se está reconfigurando. Algo semejante ocurre en nuestra vida personal y familiar. Atravesar las circunstancias de la vida siempre implica una apuesta y, por lo tanto, un riesgo. Vivimos en la carne, en el tiempo y en el espacio, y eso implica miedos, dudas, cálculos, soluciones aproximadas. Todo eso es parte imprescindible de la vida. Impresiona pensar que eso es lo que asumió el Verbo de Dios cuando decidió hacerse carne. Y lo hizo, precisamente, para que nosotros podamos atravesar toda esa fatiga, esa incertidumbre y esos miedos con una inteligencia y una libertad sostenidas por Él a través de su Cuerpo, que es la Iglesia. Para ayudarnos a vivir en la carne, Él se ha hecho carne, y nos ha brindado una compañía carnal , el hogar de la Iglesia. Nos pesa el tiempo, nos inquieta el futuro y lo afrontamos con el límite de nuestra propia sicología y con el bagaje complejo de nuestra historia personal y colectiva. Tiene que ser así, no podemos saltarnos eso como si fuésemos seres angélicos u hologramas, como se diría hoy. Cuando estos días clamamos «¡ven, Emmanuel», no se trata de un mantra. La memoria cristiana sabe que la promesa de un Dios con nosotros no es un cuento de hadas, sabe que Jesucristo está con nosotros ahora, que es más fuerte que cualquier mal, que frente a la perplejidad y al dolor podemos permanecer en pie junto a Él. Y eso significa, también, poder leer los signos de los tiempos, no como aquellos habitantes de Jerusalén de los que habla Isaías, gente «sin entendimiento« y, por lo tanto, confundida y asustada . El Adviento nos invita a hacer consciente esa memoria que ha sostenido el camino de la Iglesia a través de catástrofes y revoluciones, a no dudar de la promesa de Cristo. RSS de noticias de sociedad
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