<p>Antes de escribir la primera versión del guion de <i>Los Cronocrímenes</i>, pero con el mapa del asunto más o menos barruntado, ya sabía cuál iba a ser mi truco favorito de toda la película, en caso de que se rodase algún día. La historia tarda poquísimo en plantar al protagonista frente a un villano enmascarado. Como sabemos que estamos ante un relato de viajes en el tiempo la sospecha es obvia: se trata del mismo personaje, enfrentado a sí mismo como resultado de un viaje imprudente al pasado. Y por eso uno de ellos tiene que cubrirse con vendas, para que ni su oponente ni el público descubran que debajo se esconde el mismo rostro. Vamos, que yo tendría que tirarme toda la película desviando la atención del respetable como buenamente pudiera. ¡Pero el truco era otro! El cosquilleo de placer perverso me lo daba saber que el espectador iba a intuir que ese misterio flotando entre dos personajes iba a ser el núcleo del asunto. El cosquilleo de placer perverso me lo daba saber que a los treinta minutos <i>¡chas!</i> la máscara se caería y descubriríamos que debajo, en efecto, se esconde el mismo amado Karra Elejalde. O sea, que el enigma se chafa mucho antes de lo previsto y el espectador se queda desorientado, sin tener ni la más remota idea de qué va a pasar la hora restante.<strong> Posiblemente mi sentimiento favorito en una sala de cine</strong>.</p>
Antes de escribir la primera versión del guion de Los Cronocrímenes, pero con el mapa del asunto más o menos barruntado, ya sabía cuál iba a ser mi truco favorito de toda
<p>Antes de escribir la primera versión del guion de <i>Los Cronocrímenes</i>, pero con el mapa del asunto más o menos barruntado, ya sabía cuál iba a ser mi truco favorito de toda la película, en caso de que se rodase algún día. La historia tarda poquísimo en plantar al protagonista frente a un villano enmascarado. Como sabemos que estamos ante un relato de viajes en el tiempo la sospecha es obvia: se trata del mismo personaje, enfrentado a sí mismo como resultado de un viaje imprudente al pasado. Y por eso uno de ellos tiene que cubrirse con vendas, para que ni su oponente ni el público descubran que debajo se esconde el mismo rostro. Vamos, que yo tendría que tirarme toda la película desviando la atención del respetable como buenamente pudiera. ¡Pero el truco era otro! El cosquilleo de placer perverso me lo daba saber que el espectador iba a intuir que ese misterio flotando entre dos personajes iba a ser el núcleo del asunto. El cosquilleo de placer perverso me lo daba saber que a los treinta minutos <i>¡chas!</i> la máscara se caería y descubriríamos que debajo, en efecto, se esconde el mismo amado Karra Elejalde. O sea, que el enigma se chafa mucho antes de lo previsto y el espectador se queda desorientado, sin tener ni la más remota idea de qué va a pasar la hora restante.<strong> Posiblemente mi sentimiento favorito en una sala de cine</strong>.</p>
Cultura