Este año llegaron una semana después de la muerte de mi padre. Lo recuerdo porque estaba con mi amigo, el editor Gustavo Guerrero, en la plaza Mayor de Madrid, cuando lo interrumpí para hacerle notar su alboroto. «Ya llegaron. ¿Los oyes? ¿Los ves, Gustavo?». Aquella mañana, los dos vestíamos de negro. Gustavo por un amigo muy cercano. Yo por mi mejor amigo, mi papá, que va cumpliendo días lejos según centrifugan su vuelo estos pájaros de negro e inmenso verano.Cuando Belén Bermejo vivía, intercambiábamos palabras sobre lo difícil que era capturar su vuelo ante la lente de la cámara. Belén, una de las editoras más entusiastas y de las personas más alegres que he conocido, murió hace ya unos años. Pero cuando percibo vencejos en el cielo, la recuerdo a ella, como recuerdo las madrugadas por la calle Huertas, perdida sin saber que hacer, y mirando sobre mi cabeza sus cuerpos veloces con aspecto de navaja que abre su hoja al viento. Si hasta parecen moscas, a veces, por el tumulto que forman. Pero a los vencejos su vuelo los libera de cualquier estercolero. Su altura nos saca de la vida a todos (ese momento de quedarse embobado, mirándolos) y me meten a mí en mi propia tierra. Cuando veo vencejos volar recuerdo que estoy viva, que puedo escucharlos como si alguien los liberara de ese habitáculo de madera en el que los instrumentos de cuerda mantienen cautivas a sus musas. ¿Puede una viola, un violín o un violonchelo albergar todos los pájaros del mundo? Sin duda. No hay recital de verano en el que Bach o Biber no tomen parte del espectáculo de su canto. De los vencejos me gusta la malla oscura que tejen en el cielo para que los suicidas no se estrellen contra el asfalto (como escribió Fernando Aramburu en aquella novela) y ese acto irrefrenable de vivir en movimiento, ese acto libérrimo de vivir volando, de reproducir irse en movimiento, de no poder posarse siquiera para comer lo que atrapan. La vida es el espectáculo de amor que desatan los vencejos cada vez que los veo volar. Son el espejo de una vida inmensa hecha de lo fugaz. Perfecta como un Guarneri o una tibia mañana de verano. Este año llegaron una semana después de la muerte de mi padre. Lo recuerdo porque estaba con mi amigo, el editor Gustavo Guerrero, en la plaza Mayor de Madrid, cuando lo interrumpí para hacerle notar su alboroto. «Ya llegaron. ¿Los oyes? ¿Los ves, Gustavo?». Aquella mañana, los dos vestíamos de negro. Gustavo por un amigo muy cercano. Yo por mi mejor amigo, mi papá, que va cumpliendo días lejos según centrifugan su vuelo estos pájaros de negro e inmenso verano.Cuando Belén Bermejo vivía, intercambiábamos palabras sobre lo difícil que era capturar su vuelo ante la lente de la cámara. Belén, una de las editoras más entusiastas y de las personas más alegres que he conocido, murió hace ya unos años. Pero cuando percibo vencejos en el cielo, la recuerdo a ella, como recuerdo las madrugadas por la calle Huertas, perdida sin saber que hacer, y mirando sobre mi cabeza sus cuerpos veloces con aspecto de navaja que abre su hoja al viento. Si hasta parecen moscas, a veces, por el tumulto que forman. Pero a los vencejos su vuelo los libera de cualquier estercolero. Su altura nos saca de la vida a todos (ese momento de quedarse embobado, mirándolos) y me meten a mí en mi propia tierra. Cuando veo vencejos volar recuerdo que estoy viva, que puedo escucharlos como si alguien los liberara de ese habitáculo de madera en el que los instrumentos de cuerda mantienen cautivas a sus musas. ¿Puede una viola, un violín o un violonchelo albergar todos los pájaros del mundo? Sin duda. No hay recital de verano en el que Bach o Biber no tomen parte del espectáculo de su canto. De los vencejos me gusta la malla oscura que tejen en el cielo para que los suicidas no se estrellen contra el asfalto (como escribió Fernando Aramburu en aquella novela) y ese acto irrefrenable de vivir en movimiento, ese acto libérrimo de vivir volando, de reproducir irse en movimiento, de no poder posarse siquiera para comer lo que atrapan. La vida es el espectáculo de amor que desatan los vencejos cada vez que los veo volar. Son el espejo de una vida inmensa hecha de lo fugaz. Perfecta como un Guarneri o una tibia mañana de verano. Este año llegaron una semana después de la muerte de mi padre. Lo recuerdo porque estaba con mi amigo, el editor Gustavo Guerrero, en la plaza Mayor de Madrid, cuando lo interrumpí para hacerle notar su alboroto. «Ya llegaron. ¿Los oyes? ¿Los ves, Gustavo?». Aquella mañana, los dos vestíamos de negro. Gustavo por un amigo muy cercano. Yo por mi mejor amigo, mi papá, que va cumpliendo días lejos según centrifugan su vuelo estos pájaros de negro e inmenso verano.Cuando Belén Bermejo vivía, intercambiábamos palabras sobre lo difícil que era capturar su vuelo ante la lente de la cámara. Belén, una de las editoras más entusiastas y de las personas más alegres que he conocido, murió hace ya unos años. Pero cuando percibo vencejos en el cielo, la recuerdo a ella, como recuerdo las madrugadas por la calle Huertas, perdida sin saber que hacer, y mirando sobre mi cabeza sus cuerpos veloces con aspecto de navaja que abre su hoja al viento. Si hasta parecen moscas, a veces, por el tumulto que forman. Pero a los vencejos su vuelo los libera de cualquier estercolero. Su altura nos saca de la vida a todos (ese momento de quedarse embobado, mirándolos) y me meten a mí en mi propia tierra. Cuando veo vencejos volar recuerdo que estoy viva, que puedo escucharlos como si alguien los liberara de ese habitáculo de madera en el que los instrumentos de cuerda mantienen cautivas a sus musas. ¿Puede una viola, un violín o un violonchelo albergar todos los pájaros del mundo? Sin duda. No hay recital de verano en el que Bach o Biber no tomen parte del espectáculo de su canto. De los vencejos me gusta la malla oscura que tejen en el cielo para que los suicidas no se estrellen contra el asfalto (como escribió Fernando Aramburu en aquella novela) y ese acto irrefrenable de vivir en movimiento, ese acto libérrimo de vivir volando, de reproducir irse en movimiento, de no poder posarse siquiera para comer lo que atrapan. La vida es el espectáculo de amor que desatan los vencejos cada vez que los veo volar. Son el espejo de una vida inmensa hecha de lo fugaz. Perfecta como un Guarneri o una tibia mañana de verano. RSS de noticias de cultura
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