Mi primer trabajo en un periódico fue en ‘La Vanguardia’. El entonces director, Juan Tapia , era amigo de mis padres y una noche cenando en casa me ofreció hacer prácticas durante el verano de mis 20 años y empecé a trabajar en la sección de Sociedad. Enseguida me di cuenta de que si quería hacer algo más que los breves tenía que llegar el primero e irme el último para contestar los teléfonos de los que no estaban –era 1995, no había móviles todavía– y quedarme con lo que flotaba en el aire y nadie quería.Me costó unos días, pero con la ayuda de Carlos Esteban, coordinador de la sección, y de Ramón Aymerich, su redactor jefe, fui teniendo mi espacio y estaba tan contento y emocionado con mi trabajo que muchos días no paraba ni para comer . Recuerdo especialmente uno de ellos. Aquel mediodía murió mi inocencia. Me habían mandado a un congreso de cardiólogos que anticipó que podríamos vivir con el corazón de un cerdo . Tenía una buena historia y aproveché el mediodía para empezar a escribirla. A las dos todo el mundo se fue a comer, la redacción quedó vacía. Me entró hambre pero no quería salir. Llamé a Semon , el entonces negocio gastronómico de mi abuela. Me contestó Chiqui, mi camarero más querido, y me dijo que él se encargaba.Para mí era habitual tener hambre y llamar a Semon , o ir, y nunca ningún amigo se había extrañado. Yo tampoco. No era algo que yo viviera como extraordinario. De modo que cuando Chiqui llegó vestido como siempre, con sus pantalones y pajarita negros y su camisa y chaquetilla blancas, y cruzó la redacción , todavía en la calle Pelayo, cargando mi almuerzo , no pensé en nada más que en saludarle y apartar un poco el teclado. Me puso el individual y la servilleta de lino color piedra, los cubiertos; la copa de vino, la de agua; de primero un foie con ceps y de segundo, pasta con salmón. Y muy majo Chiqui, antes de salir de la tienda pensó en los clientes de Semon que también vería en la redacción –tres o cuatro por lo menos–, y tomó lo que sabía que les gustaba, y mientras yo terminaba de comer dejó los obsequios en sus respectivas mesas; y así lo encontraron, sobre las 16:00, el grueso de la tropa volviendo de comer. Ante la estupefacción general , Chiqui, tan apuesto, entró en el despacho del director con la caja de Lusitanias, que eran los puros de Juan cuando Juan fumaba.Chiqui y yo creamos una leyenda en Pelayo. Una leyenda nefasta por la que me marcaron y lincharon y nunca más volví a ser el mismo. Tomé conciencia de clase, de la mía, cuando vi el odio que despertaba. El resentimiento social que el foie genera es mucho más doloroso que lo que a la oca le hicieron antes. También esto lo aprendí aquella tarde. «Aux Landes, citoyens!» . Mis supuestos amigos de la redacción se desentendieron de mí, por lo menos durante aquella escena, y aunque se quedaron lo que Chiqui les había dejado y en privado me lo agradecieron, se sumaron a la burla colectiva, a las carcajadas, hirientes, sobre todo por cómo me empujaban fuera de la manada. Los dos únicos que se apiadaron de mí fueron Jordi Juan , que hoy es el director y entonces se encargaba de la información municipal, y el jefe de Cierre, el maravilloso e inolvidable Arseni Gubern. Yo no había sido consciente, hasta aquel instante, de lo que Semon representaba, ni vivía mi vida como un lujo, y entiendo que era muy inocente y naíf por mi parte. Yo era uno que quería darlo todo en ‘La Vanguardia’, con la idea de que me contrataran cuando terminara el verano. Y de repente me vi reflejado, con mi Chiqui y con mi foie en la mirada violenta de la ‘racaille’ , y fue la primera vez de muchas otras en que vi que lo que yo era sin ninguna impostura, sin ninguna maldad, con la única y sincera voluntad de trabajar más y mejor, causaba desaprobación y ofensa. Me sentí por primera vez un bicho raro y fue por tener un camarero. Tomé nota y guardé para siempre el sentimiento. Desde entonces he procurado pasar muy pocos momentos sin un camarero, y aunque me parece que todavía me quedan algunos años, tengo la sensación de que más o menos me ha ido bien. De aquellos compañeros, algunos se han jubilado, otros han muerto y el resto continúa haciendo lo mismo que cuando se rieron. Mi primer trabajo en un periódico fue en ‘La Vanguardia’. El entonces director, Juan Tapia , era amigo de mis padres y una noche cenando en casa me ofreció hacer prácticas durante el verano de mis 20 años y empecé a trabajar en la sección de Sociedad. Enseguida me di cuenta de que si quería hacer algo más que los breves tenía que llegar el primero e irme el último para contestar los teléfonos de los que no estaban –era 1995, no había móviles todavía– y quedarme con lo que flotaba en el aire y nadie quería.Me costó unos días, pero con la ayuda de Carlos Esteban, coordinador de la sección, y de Ramón Aymerich, su redactor jefe, fui teniendo mi espacio y estaba tan contento y emocionado con mi trabajo que muchos días no paraba ni para comer . Recuerdo especialmente uno de ellos. Aquel mediodía murió mi inocencia. Me habían mandado a un congreso de cardiólogos que anticipó que podríamos vivir con el corazón de un cerdo . Tenía una buena historia y aproveché el mediodía para empezar a escribirla. A las dos todo el mundo se fue a comer, la redacción quedó vacía. Me entró hambre pero no quería salir. Llamé a Semon , el entonces negocio gastronómico de mi abuela. Me contestó Chiqui, mi camarero más querido, y me dijo que él se encargaba.Para mí era habitual tener hambre y llamar a Semon , o ir, y nunca ningún amigo se había extrañado. Yo tampoco. No era algo que yo viviera como extraordinario. De modo que cuando Chiqui llegó vestido como siempre, con sus pantalones y pajarita negros y su camisa y chaquetilla blancas, y cruzó la redacción , todavía en la calle Pelayo, cargando mi almuerzo , no pensé en nada más que en saludarle y apartar un poco el teclado. Me puso el individual y la servilleta de lino color piedra, los cubiertos; la copa de vino, la de agua; de primero un foie con ceps y de segundo, pasta con salmón. Y muy majo Chiqui, antes de salir de la tienda pensó en los clientes de Semon que también vería en la redacción –tres o cuatro por lo menos–, y tomó lo que sabía que les gustaba, y mientras yo terminaba de comer dejó los obsequios en sus respectivas mesas; y así lo encontraron, sobre las 16:00, el grueso de la tropa volviendo de comer. Ante la estupefacción general , Chiqui, tan apuesto, entró en el despacho del director con la caja de Lusitanias, que eran los puros de Juan cuando Juan fumaba.Chiqui y yo creamos una leyenda en Pelayo. Una leyenda nefasta por la que me marcaron y lincharon y nunca más volví a ser el mismo. Tomé conciencia de clase, de la mía, cuando vi el odio que despertaba. El resentimiento social que el foie genera es mucho más doloroso que lo que a la oca le hicieron antes. También esto lo aprendí aquella tarde. «Aux Landes, citoyens!» . Mis supuestos amigos de la redacción se desentendieron de mí, por lo menos durante aquella escena, y aunque se quedaron lo que Chiqui les había dejado y en privado me lo agradecieron, se sumaron a la burla colectiva, a las carcajadas, hirientes, sobre todo por cómo me empujaban fuera de la manada. Los dos únicos que se apiadaron de mí fueron Jordi Juan , que hoy es el director y entonces se encargaba de la información municipal, y el jefe de Cierre, el maravilloso e inolvidable Arseni Gubern. Yo no había sido consciente, hasta aquel instante, de lo que Semon representaba, ni vivía mi vida como un lujo, y entiendo que era muy inocente y naíf por mi parte. Yo era uno que quería darlo todo en ‘La Vanguardia’, con la idea de que me contrataran cuando terminara el verano. Y de repente me vi reflejado, con mi Chiqui y con mi foie en la mirada violenta de la ‘racaille’ , y fue la primera vez de muchas otras en que vi que lo que yo era sin ninguna impostura, sin ninguna maldad, con la única y sincera voluntad de trabajar más y mejor, causaba desaprobación y ofensa. Me sentí por primera vez un bicho raro y fue por tener un camarero. Tomé nota y guardé para siempre el sentimiento. Desde entonces he procurado pasar muy pocos momentos sin un camarero, y aunque me parece que todavía me quedan algunos años, tengo la sensación de que más o menos me ha ido bien. De aquellos compañeros, algunos se han jubilado, otros han muerto y el resto continúa haciendo lo mismo que cuando se rieron. Mi primer trabajo en un periódico fue en ‘La Vanguardia’. El entonces director, Juan Tapia , era amigo de mis padres y una noche cenando en casa me ofreció hacer prácticas durante el verano de mis 20 años y empecé a trabajar en la sección de Sociedad. Enseguida me di cuenta de que si quería hacer algo más que los breves tenía que llegar el primero e irme el último para contestar los teléfonos de los que no estaban –era 1995, no había móviles todavía– y quedarme con lo que flotaba en el aire y nadie quería.Me costó unos días, pero con la ayuda de Carlos Esteban, coordinador de la sección, y de Ramón Aymerich, su redactor jefe, fui teniendo mi espacio y estaba tan contento y emocionado con mi trabajo que muchos días no paraba ni para comer . Recuerdo especialmente uno de ellos. Aquel mediodía murió mi inocencia. Me habían mandado a un congreso de cardiólogos que anticipó que podríamos vivir con el corazón de un cerdo . Tenía una buena historia y aproveché el mediodía para empezar a escribirla. A las dos todo el mundo se fue a comer, la redacción quedó vacía. Me entró hambre pero no quería salir. Llamé a Semon , el entonces negocio gastronómico de mi abuela. Me contestó Chiqui, mi camarero más querido, y me dijo que él se encargaba.Para mí era habitual tener hambre y llamar a Semon , o ir, y nunca ningún amigo se había extrañado. Yo tampoco. No era algo que yo viviera como extraordinario. De modo que cuando Chiqui llegó vestido como siempre, con sus pantalones y pajarita negros y su camisa y chaquetilla blancas, y cruzó la redacción , todavía en la calle Pelayo, cargando mi almuerzo , no pensé en nada más que en saludarle y apartar un poco el teclado. Me puso el individual y la servilleta de lino color piedra, los cubiertos; la copa de vino, la de agua; de primero un foie con ceps y de segundo, pasta con salmón. Y muy majo Chiqui, antes de salir de la tienda pensó en los clientes de Semon que también vería en la redacción –tres o cuatro por lo menos–, y tomó lo que sabía que les gustaba, y mientras yo terminaba de comer dejó los obsequios en sus respectivas mesas; y así lo encontraron, sobre las 16:00, el grueso de la tropa volviendo de comer. Ante la estupefacción general , Chiqui, tan apuesto, entró en el despacho del director con la caja de Lusitanias, que eran los puros de Juan cuando Juan fumaba.Chiqui y yo creamos una leyenda en Pelayo. Una leyenda nefasta por la que me marcaron y lincharon y nunca más volví a ser el mismo. Tomé conciencia de clase, de la mía, cuando vi el odio que despertaba. El resentimiento social que el foie genera es mucho más doloroso que lo que a la oca le hicieron antes. También esto lo aprendí aquella tarde. «Aux Landes, citoyens!» . Mis supuestos amigos de la redacción se desentendieron de mí, por lo menos durante aquella escena, y aunque se quedaron lo que Chiqui les había dejado y en privado me lo agradecieron, se sumaron a la burla colectiva, a las carcajadas, hirientes, sobre todo por cómo me empujaban fuera de la manada. Los dos únicos que se apiadaron de mí fueron Jordi Juan , que hoy es el director y entonces se encargaba de la información municipal, y el jefe de Cierre, el maravilloso e inolvidable Arseni Gubern. Yo no había sido consciente, hasta aquel instante, de lo que Semon representaba, ni vivía mi vida como un lujo, y entiendo que era muy inocente y naíf por mi parte. Yo era uno que quería darlo todo en ‘La Vanguardia’, con la idea de que me contrataran cuando terminara el verano. Y de repente me vi reflejado, con mi Chiqui y con mi foie en la mirada violenta de la ‘racaille’ , y fue la primera vez de muchas otras en que vi que lo que yo era sin ninguna impostura, sin ninguna maldad, con la única y sincera voluntad de trabajar más y mejor, causaba desaprobación y ofensa. Me sentí por primera vez un bicho raro y fue por tener un camarero. Tomé nota y guardé para siempre el sentimiento. Desde entonces he procurado pasar muy pocos momentos sin un camarero, y aunque me parece que todavía me quedan algunos años, tengo la sensación de que más o menos me ha ido bien. De aquellos compañeros, algunos se han jubilado, otros han muerto y el resto continúa haciendo lo mismo que cuando se rieron. RSS de noticias de cultura
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