En la cafetería del Ikea de Shanghái se reúnen cada martes decenas de personas mayores con ganas de hacer amigos y lo que surja. Desde hace años, nadie sabe exactamente cuántos —unos dicen siete; otros, diez; probablemente sean más—, hombres y mujeres jubilados, viudos, divorciados y solteros de toda condición, a partir de los cincuenta y tantos, y sin límite de edad, se dejan caer hacia la una por la cafetería de la segunda planta, toman asiento, despliegan sobre las mesas sin ninguna vergüenza las bolsas con comida y los termos de té que traen de casa, mondan mandarinas, comen pipas, se levantan una y otra vez a rellenar las tazas de café gratis, otean de forma indisimulada —¿un rostro nuevo, alguien interesante?— y arman un guirigay con su animado parloteo. Parecen adolescentes un viernes por la tarde en el parque. Algunos están solos, esperando a que alguien se acerque, como esa señora de allí tan erguida que clava los ojos sobre la mesa. Otros se conocen ya de años viniendo y picotean de un grupo a otro. Se convocan a través de Wechat (el Whatsapp chino). A veces suman más de un centenar de personas y apenas queda una mesa libre. Este corresponsal ha pasado un rato con ellos un par de veces. La primera, en 2024; la segunda, en febrero de este año, cuando se vieron obligados a abandonar su Ikea habitual por unas obras de remodelación. No se resignaron: se citaron en otro de los establecimientos de la multinacional sueca en Shanghái.
Los jubilados de la megaurbe financiera desafían a la soledad con un encuentro semanal en la cafetería de la multinacional sueca para conocer a otras personas
En la cafetería del Ikea de Shanghái se reúnen cada martes decenas de personas mayores con ganas de hacer amigos y lo que surja. Desde hace años, nadie sabe exactamente cuántos —unos dicen siete; otros, diez; probablemente sean más—, hombres y mujeres jubilados, viudos, divorciados y solteros de toda condición, a partir de los cincuenta y tantos, y sin límite de edad, se dejan caer hacia la una por la cafetería de la segunda planta, toman asiento, despliegan sobre las mesas sin ninguna vergüenza las bolsas con comida y los termos de té que traen de casa, mondan mandarinas, comen pipas, se levantan una y otra vez a rellenar las tazas de café gratis, otean de forma indisimulada —¿un rostro nuevo, alguien interesante?— y arman un guirigay con su animado parloteo. Parecen adolescentes un viernes por la tarde en el parque. Algunos están solos, esperando a que alguien se acerque, como esa señora de allí tan erguida que clava los ojos sobre la mesa. Otros se conocen ya de años viniendo y picotean de un grupo a otro. Se convocan a través de Wechat (el Whatsapp chino). A veces suman más de un centenar de personas y apenas queda una mesa libre. Este corresponsal ha pasado un rato con ellos un par de veces. La primera, en 2024; la segunda, en febrero de este año, cuando se vieron obligados a abandonar su Ikea habitual por unas obras de remodelación. No se resignaron: se citaron en otro de los establecimientos de la multinacional sueca en Shanghái.
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