<p class=»ue-c-article__paragraph»>No es posible exagerar el carácter histórico de este sábado de abril en que la Iglesia despidió al papa que vino del fin del mundo. No hay peligro de que el abuso de la hipérbole propio del oficio desfigure esta vez la trascendencia de la jornada. Por la impronta reformista del pontificado, por el alcance popular de su figura, por la abrumadora presencia de mandatarios reunidos para tributar su último adiós al obispo de Roma. Como si fuera consciente de su papel en la liturgia, hasta el clima quiso contribuir al esplendor fotogénico del rito, derramando un sol jubiloso sobre las decenas de miles de almas congregadas en la plaza y en las calles aledañas, donde se habían instalado pantallas gigantes como si se estuviera retransmitiendo la final de una Eurocopa. <strong>Donald Trump</strong> guiñaba molesto los ojos bajo el castigo solar que amenazaba con desteñirlo. Parecía tan perdido en la ceremonia como un párroco en un cabaret.</p>
Trump parecía tan perdido en la ceremonia como un párroco en un cabaret
<p class=»ue-c-article__paragraph»>No es posible exagerar el carácter histórico de este sábado de abril en que la Iglesia despidió al papa que vino del fin del mundo. No hay peligro de que el abuso de la hipérbole propio del oficio desfigure esta vez la trascendencia de la jornada. Por la impronta reformista del pontificado, por el alcance popular de su figura, por la abrumadora presencia de mandatarios reunidos para tributar su último adiós al obispo de Roma. Como si fuera consciente de su papel en la liturgia, hasta el clima quiso contribuir al esplendor fotogénico del rito, derramando un sol jubiloso sobre las decenas de miles de almas congregadas en la plaza y en las calles aledañas, donde se habían instalado pantallas gigantes como si se estuviera retransmitiendo la final de una Eurocopa. <strong>Donald Trump</strong> guiñaba molesto los ojos bajo el castigo solar que amenazaba con desteñirlo. Parecía tan perdido en la ceremonia como un párroco en un cabaret.</p>
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