En el silencio de un taller de Cremona, el golpeo tenue sobre la madera parece marcar el ritmo de una respiración antigua. No es ruido; es liturgia. Un pulso que viene de siglos atrás y que, hoy, late en manos jóvenes que aprenden a dar forma a lo invisible: el sonido. Aquí, donde Antonio Stradivari firmó con barniz y paciencia la historia de la música clásica, Alejandro G. Roemmers regresa al origen de su última novela, ‘El Último Stradivarius’ (Planeta).La historia parte de un doble asesinato en Paraguay, pero esta no es una novela negra, sino la crónica de una obsesión: la de un escritor argentino que, al leer una noticia sobre el asesinato de un hombre y su hija para robarle unos violines, no sintió curiosidad por el asesino, sino por el objeto. «Ese asesinato me produjo mucha curiosidad. Quise recrear ese misterio y hacerlo a través de la historia del último violín que fabricó Antonio Stradivari en 1737», señala Roemmers.Con un prólogo de Mario Vargas Llosa, Roemmers despliega dos mundos (el misterio contemporáneo y la reconstrucción histórica del último violín creado por Stradivari) y el resultado es una novela de capas, donde el objeto (el violín Ángelo) funciona como amuleto, testigo y protagonista de una narración que oscila entre lo real y lo milagroso, entre la sangre y el barniz, entre la muerte y la música.La despedida de Mario Vargas Llosa«Yo no elegí el Stradivarius», dice Roemmers. «Leí que mataron a alguien para robarle unos violines… y me pregunté cómo habían llegado hasta allí esos instrumentos de leyenda. Ese misterio fue el que me atrapó. No el crimen, sino el eco». Pero si hay un eco que sobrevuela esta historia, es el del prólogo. Mario Vargas Llosa, fallecido en abril de este año, firmó el último texto de su carrera en esta novela. Un prólogo de quince páginas dictado a su hijo Álvaro, porque la mano ya no le respondía. No fue un encargo editorial ni una cortesía entre colegas: fue un acto de despedida.«Fue como un reconocimiento póstumo», confiesa Roemmers para ABC. «Vargas Llosa nunca se había expresado tanto sobre mí. Se ve que quiso dejarme esto, como un regalo». El Nobel, que a lo largo de su carrera evitó los elogios fáciles y eligió sus palabras con rigor. Escribió en ese texto con una calidez inusual, casi íntima. Roemmers nos explica que el Nobel terminó dictando las cerca de 15 páginas del prólogo a su hijo Álvaro porque ya le temblaba la mano . «Quiso dejar este testimonio, sintió que ya estaba acortándose su vida», añade. El autor se sintió «muy, muy bien» por ese gesto que nunca pudo agradecerle en persona, y destaca que Vargas Llosa, quien solía ser reservado, se «había expedido tanto» sobre su persona y su obra en ese texto, un detalle que lo hizo invaluable.El prólogo, además, se convirtió en una cápsula de tiempo. Una síntesis final de su pensamiento literario, donde Vargas Llosa no solo presenta una novela, sino que reflexiona sobre el poder de las historias, la memoria de los objetos y el legado que dejamos cuando ya no estamos. Cada línea, dictada con esfuerzo, encierra una decisión. Y cada palabra elegida lleva el peso de una conciencia del final.De la noticia al legadoEn la novela, el violín no es solo un objeto valioso, sino una criatura antigua, cargada de historia, de memoria y de deseo. Esa misma sensación se respira en la Escuela Internacional de Lutería de Cremona, un palacio renacentista que, desde 1938, ha formado generaciones de lutieres. «Un violín es el hijo de muchos padres», nos dicen allí. La madera de arce de los Balcanes, golpeada con precisión para detectar su resonancia, se convierte en instrumento no por técnica, sino por revelación.Fue en este mismo lugar donde Antonio Stradivari empezó su aprendizaje con apenas 13 años. La leyenda, explican los profesores, no está en una receta secreta, sino en las pequeñas variaciones que Stradivari fue perfeccionando a lo largo de sus 90 años de vida, logrando una calidad sonora irrepetible. «Eso me fascina», dice Roemmers. «El violín no es un objeto : es una prolongación del alma de quien lo hace. Y cada lutier pone algo propio, incluso si sigue el mismo modelo».Mientras recorre los talleres, Roemmers pregunta por la selección de maderas, se interesa por los barnices naturales y las herramientas antiguas. «Es muy parecido a escribir», compara. «Uno puede tener un esquema, una estructura, pero al final, lo que cuenta es el detalle . El violín es construido también con la personalidad de cada uno. Si un lutier es más alegre, queda plasmada su personalidad en el sonido». Roemmers habla de los objetos como si fueran personas. «Somos energía, y ponemos energía en lo que hacemos», explica. Esa energía, para él, puede quedarse atrapada en un instrumento. Como si una sonata pudiera seguir sonando mucho después de que las manos que la tocaron hayan desaparecido.Conocer el por quéPara entender la leyenda de los Stradivarius, es esencial conocer a sus antecesores. El arte de la lutería moderna en Cremona fue fundado por la familia Amati. Andrea Amati, en el siglo XVI, definió la forma y la construcción del violín tal como lo conocemos hoy, estableciendo un estándar de elegancia y calidad técnica. Su nieto, Nicolò Amati, sería el maestro más destacado de la dinastía y, más importante aún, el mentor de Antonio Stradivari.Antonio Stradivari no fue un genio solitario, sino el heredero y el culminador de una tradición. Su habilidad y perfección elevaron los estándares a un nivel sin precedentes. Sin embargo, no fue el único gran maestro de su tiempo. La familia Guarneri, en especial Giuseppe Guarneri del Gesù, fue su contemporánea y principal rival. Si los violines de Stradivari se caracterizan por una belleza formal y una sonoridad equilibrada y perfecta, los de Guarneri son conocidos por un timbre más salvaje, una potencia cruda y una voz más ruda y personal, características que para muchos músicos los ponen al mismo nivel de excelencia, o incluso por encima, de un Stradivarius.Muchos estudios científicos han tratado de explicar el secreto del sonido de los Stradivarius: algunos apuntan al tipo de barniz que usaba, otros a la densidad de la madera resultado de una pequeña edad de hielo en Europa durante el siglo XVII. Este cambio climático, con inviernos más severos y veranos más cortos, afectó profundamente la flora de la región. Las maderas que Stradivari utilizaba, en particular el arce de los Balcanes para la parte trasera y el abeto para la tabla armónica, crecieron de forma mucho más lenta y uniforme. Este crecimiento pausado produjo una madera más densa y consistente, con anillos de crecimiento más apretados y un patrón de grano más uniforme. ¿Existen las casualidades?Durante la estancia en Cremona, ocurre algo inesperado. En una visita a la Fondazione Casa Stradivari, Roemmers sostiene por primera vez un Stradivarius auténtico. Lo examina con respeto, casi con miedo, como si tuviera entre las manos no un instrumento, sino una reliquia. Recorre con los dedos el barniz, la curvatura de las efes, la madera viva. Y cuando pregunta su nombre, le responden: Ángelo. Igual que el violín ficticio que da título a su novela. El mismo nombre, sin haberlo sabido antes. Para Roemmers, no es casualidad. Es una señal. Un acorde final que cierra el círculo. «La realidad ya tiene suficiente magia», dice. «No necesito inventar fantasmas. Las coincidencias existen, y a veces rozan lo milagroso».Con esto, Roemmers rechaza cualquier rastro de realismo mágico en la novela. No hay trucos, ni apariciones, ni pactos con lo sobrenatural (aunque hay un poco de todo esto en los que rodea al violín). Para Roemmers, lo que hay es un respeto profundo por el misterio de lo real. Por ese tipo de magia que no necesita explicaciones, solo atención. Así, el Ángelo de madera y el Ángelo de papel se encuentran. Hoy se estima que quedan poco más de 500 violines Stradivarius en el mundo, muchos de ellos bautizados con nombres de antiguos propietarios, músicos célebres o mecenas, como el Soil (que tocó Yehudi Menuhin), el Messiah (que jamás ha sido tocado en público), o el Lady Blunt, que alcanzó más de 15 millones de euros en subasta. Sus nombres los dotan de una especie de linaje espiritual, casi aristocrático.La música como compañíaEste viaje no es solo una inmersión en la lutería. Es una conversación sobre cómo los objetos (un violín, una melodía, una novela) pueden protegernos del tiempo. Roemmers recuerda escuchar a Chopin con su padre y sentir que había compuesto esa música en otra vida. Habla de la música como quien habla de una oración. «Te acompaña. Te protege. Y a veces, te escribe».¿Pero pueden los objetos poseer a las personas? Roemmers no duda en responder: sí, pero hay que tener cuidado. «El objeto puede condicionarte», advierte. «Eso es lo que hay que evitar, sobre todo con ciertas tecnologías. Cuanto más inteligente se hace esto (dice, señalando su teléfono), más tontos nos hacemos nosotros». Lo dice sin dramatismo, como quien lanza una advertencia suave pero urgente. «Cada año perdemos puntos de coeficiente intelectual» , agrega, «y eso ya está medido».No habla solo de inteligencia artificial. Habla también de los violines, de los amuletos, de los recuerdos que se cargan en un objeto cualquiera: una cruz, una melodía, un libro. «Hay cosas que uno siente tan íntimas que parece que te pertenecen desde siempre. O tú a ellas», dice. Recuerda, por ejemplo, la música de Chopin sonando en su casa de la infancia, su padre en silencio, él solo, sintiendo que esas notas eran suyas. «A veces pienso si no habré sido yo Chopin en otra vida. O Saint-Exupéry… hay cosas con las que uno se siente tan conectado, como si volviera». Por eso, aunque en ‘El Último Stradivarius’ algunos personajes crean que el violín los protege, Roemmers insiste: no hay magia, hay percepción. «Uno les asigna poderes a las cosas, como a un amuleto que lleva el recuerdo de tu abuela. No es que te salve, pero te acompaña. Y a veces eso basta».Lo que le interesa a Roemmers no es tanto el objeto como la historia que se proyecta sobre él. «Yo no creo que un Stradivarius pueda empujar a alguien a esconderse en un pueblo de Paraguay. Salvo que haya llegado por medios muy oscuros, claro», reflexiona, riéndose apenas. «Esa fue mi hipótesis para la novela. Pero la verdad, quién sabe». ¿Y si la familia real (la de aquel hombre que huyó con los violines) llegara a leer el libro? «No lo sé. Tal vez ni se vean reflejados. O tal vez les duela. Yo prefiero que la novela le llegue a quien le pueda servir para reflexionar sobre el arte, la historia, la belleza, la música como consuelo en los momentos extremos». La música, en su vida, no es un adorno: es una forma de resistencia emocional. «A mi padre, en sus últimos años, lo animaban los valses vieneses. A Vargas Llosa, en los suyos, lo que mejor le hacía era la música. Y a mí, en momentos clave, me acompaña siempre». ¿Le gustaría encontrar el último Stradivarius? «Creo que ya lo hice», responde. No porque lo haya identificado, sino porque lo ha sentido. Porque, como el arte verdadero, no siempre importa el objeto en sí, sino lo que despierta. En el silencio de un taller de Cremona, el golpeo tenue sobre la madera parece marcar el ritmo de una respiración antigua. No es ruido; es liturgia. Un pulso que viene de siglos atrás y que, hoy, late en manos jóvenes que aprenden a dar forma a lo invisible: el sonido. Aquí, donde Antonio Stradivari firmó con barniz y paciencia la historia de la música clásica, Alejandro G. Roemmers regresa al origen de su última novela, ‘El Último Stradivarius’ (Planeta).La historia parte de un doble asesinato en Paraguay, pero esta no es una novela negra, sino la crónica de una obsesión: la de un escritor argentino que, al leer una noticia sobre el asesinato de un hombre y su hija para robarle unos violines, no sintió curiosidad por el asesino, sino por el objeto. «Ese asesinato me produjo mucha curiosidad. Quise recrear ese misterio y hacerlo a través de la historia del último violín que fabricó Antonio Stradivari en 1737», señala Roemmers.Con un prólogo de Mario Vargas Llosa, Roemmers despliega dos mundos (el misterio contemporáneo y la reconstrucción histórica del último violín creado por Stradivari) y el resultado es una novela de capas, donde el objeto (el violín Ángelo) funciona como amuleto, testigo y protagonista de una narración que oscila entre lo real y lo milagroso, entre la sangre y el barniz, entre la muerte y la música.La despedida de Mario Vargas Llosa«Yo no elegí el Stradivarius», dice Roemmers. «Leí que mataron a alguien para robarle unos violines… y me pregunté cómo habían llegado hasta allí esos instrumentos de leyenda. Ese misterio fue el que me atrapó. No el crimen, sino el eco». Pero si hay un eco que sobrevuela esta historia, es el del prólogo. Mario Vargas Llosa, fallecido en abril de este año, firmó el último texto de su carrera en esta novela. Un prólogo de quince páginas dictado a su hijo Álvaro, porque la mano ya no le respondía. No fue un encargo editorial ni una cortesía entre colegas: fue un acto de despedida.«Fue como un reconocimiento póstumo», confiesa Roemmers para ABC. «Vargas Llosa nunca se había expresado tanto sobre mí. Se ve que quiso dejarme esto, como un regalo». El Nobel, que a lo largo de su carrera evitó los elogios fáciles y eligió sus palabras con rigor. Escribió en ese texto con una calidez inusual, casi íntima. Roemmers nos explica que el Nobel terminó dictando las cerca de 15 páginas del prólogo a su hijo Álvaro porque ya le temblaba la mano . «Quiso dejar este testimonio, sintió que ya estaba acortándose su vida», añade. El autor se sintió «muy, muy bien» por ese gesto que nunca pudo agradecerle en persona, y destaca que Vargas Llosa, quien solía ser reservado, se «había expedido tanto» sobre su persona y su obra en ese texto, un detalle que lo hizo invaluable.El prólogo, además, se convirtió en una cápsula de tiempo. Una síntesis final de su pensamiento literario, donde Vargas Llosa no solo presenta una novela, sino que reflexiona sobre el poder de las historias, la memoria de los objetos y el legado que dejamos cuando ya no estamos. Cada línea, dictada con esfuerzo, encierra una decisión. Y cada palabra elegida lleva el peso de una conciencia del final.De la noticia al legadoEn la novela, el violín no es solo un objeto valioso, sino una criatura antigua, cargada de historia, de memoria y de deseo. Esa misma sensación se respira en la Escuela Internacional de Lutería de Cremona, un palacio renacentista que, desde 1938, ha formado generaciones de lutieres. «Un violín es el hijo de muchos padres», nos dicen allí. La madera de arce de los Balcanes, golpeada con precisión para detectar su resonancia, se convierte en instrumento no por técnica, sino por revelación.Fue en este mismo lugar donde Antonio Stradivari empezó su aprendizaje con apenas 13 años. La leyenda, explican los profesores, no está en una receta secreta, sino en las pequeñas variaciones que Stradivari fue perfeccionando a lo largo de sus 90 años de vida, logrando una calidad sonora irrepetible. «Eso me fascina», dice Roemmers. «El violín no es un objeto : es una prolongación del alma de quien lo hace. Y cada lutier pone algo propio, incluso si sigue el mismo modelo».Mientras recorre los talleres, Roemmers pregunta por la selección de maderas, se interesa por los barnices naturales y las herramientas antiguas. «Es muy parecido a escribir», compara. «Uno puede tener un esquema, una estructura, pero al final, lo que cuenta es el detalle . El violín es construido también con la personalidad de cada uno. Si un lutier es más alegre, queda plasmada su personalidad en el sonido». Roemmers habla de los objetos como si fueran personas. «Somos energía, y ponemos energía en lo que hacemos», explica. Esa energía, para él, puede quedarse atrapada en un instrumento. Como si una sonata pudiera seguir sonando mucho después de que las manos que la tocaron hayan desaparecido.Conocer el por quéPara entender la leyenda de los Stradivarius, es esencial conocer a sus antecesores. El arte de la lutería moderna en Cremona fue fundado por la familia Amati. Andrea Amati, en el siglo XVI, definió la forma y la construcción del violín tal como lo conocemos hoy, estableciendo un estándar de elegancia y calidad técnica. Su nieto, Nicolò Amati, sería el maestro más destacado de la dinastía y, más importante aún, el mentor de Antonio Stradivari.Antonio Stradivari no fue un genio solitario, sino el heredero y el culminador de una tradición. Su habilidad y perfección elevaron los estándares a un nivel sin precedentes. Sin embargo, no fue el único gran maestro de su tiempo. La familia Guarneri, en especial Giuseppe Guarneri del Gesù, fue su contemporánea y principal rival. Si los violines de Stradivari se caracterizan por una belleza formal y una sonoridad equilibrada y perfecta, los de Guarneri son conocidos por un timbre más salvaje, una potencia cruda y una voz más ruda y personal, características que para muchos músicos los ponen al mismo nivel de excelencia, o incluso por encima, de un Stradivarius.Muchos estudios científicos han tratado de explicar el secreto del sonido de los Stradivarius: algunos apuntan al tipo de barniz que usaba, otros a la densidad de la madera resultado de una pequeña edad de hielo en Europa durante el siglo XVII. Este cambio climático, con inviernos más severos y veranos más cortos, afectó profundamente la flora de la región. Las maderas que Stradivari utilizaba, en particular el arce de los Balcanes para la parte trasera y el abeto para la tabla armónica, crecieron de forma mucho más lenta y uniforme. Este crecimiento pausado produjo una madera más densa y consistente, con anillos de crecimiento más apretados y un patrón de grano más uniforme. ¿Existen las casualidades?Durante la estancia en Cremona, ocurre algo inesperado. En una visita a la Fondazione Casa Stradivari, Roemmers sostiene por primera vez un Stradivarius auténtico. Lo examina con respeto, casi con miedo, como si tuviera entre las manos no un instrumento, sino una reliquia. Recorre con los dedos el barniz, la curvatura de las efes, la madera viva. Y cuando pregunta su nombre, le responden: Ángelo. Igual que el violín ficticio que da título a su novela. El mismo nombre, sin haberlo sabido antes. Para Roemmers, no es casualidad. Es una señal. Un acorde final que cierra el círculo. «La realidad ya tiene suficiente magia», dice. «No necesito inventar fantasmas. Las coincidencias existen, y a veces rozan lo milagroso».Con esto, Roemmers rechaza cualquier rastro de realismo mágico en la novela. No hay trucos, ni apariciones, ni pactos con lo sobrenatural (aunque hay un poco de todo esto en los que rodea al violín). Para Roemmers, lo que hay es un respeto profundo por el misterio de lo real. Por ese tipo de magia que no necesita explicaciones, solo atención. Así, el Ángelo de madera y el Ángelo de papel se encuentran. Hoy se estima que quedan poco más de 500 violines Stradivarius en el mundo, muchos de ellos bautizados con nombres de antiguos propietarios, músicos célebres o mecenas, como el Soil (que tocó Yehudi Menuhin), el Messiah (que jamás ha sido tocado en público), o el Lady Blunt, que alcanzó más de 15 millones de euros en subasta. Sus nombres los dotan de una especie de linaje espiritual, casi aristocrático.La música como compañíaEste viaje no es solo una inmersión en la lutería. Es una conversación sobre cómo los objetos (un violín, una melodía, una novela) pueden protegernos del tiempo. Roemmers recuerda escuchar a Chopin con su padre y sentir que había compuesto esa música en otra vida. Habla de la música como quien habla de una oración. «Te acompaña. Te protege. Y a veces, te escribe».¿Pero pueden los objetos poseer a las personas? Roemmers no duda en responder: sí, pero hay que tener cuidado. «El objeto puede condicionarte», advierte. «Eso es lo que hay que evitar, sobre todo con ciertas tecnologías. Cuanto más inteligente se hace esto (dice, señalando su teléfono), más tontos nos hacemos nosotros». Lo dice sin dramatismo, como quien lanza una advertencia suave pero urgente. «Cada año perdemos puntos de coeficiente intelectual» , agrega, «y eso ya está medido».No habla solo de inteligencia artificial. Habla también de los violines, de los amuletos, de los recuerdos que se cargan en un objeto cualquiera: una cruz, una melodía, un libro. «Hay cosas que uno siente tan íntimas que parece que te pertenecen desde siempre. O tú a ellas», dice. Recuerda, por ejemplo, la música de Chopin sonando en su casa de la infancia, su padre en silencio, él solo, sintiendo que esas notas eran suyas. «A veces pienso si no habré sido yo Chopin en otra vida. O Saint-Exupéry… hay cosas con las que uno se siente tan conectado, como si volviera». Por eso, aunque en ‘El Último Stradivarius’ algunos personajes crean que el violín los protege, Roemmers insiste: no hay magia, hay percepción. «Uno les asigna poderes a las cosas, como a un amuleto que lleva el recuerdo de tu abuela. No es que te salve, pero te acompaña. Y a veces eso basta».Lo que le interesa a Roemmers no es tanto el objeto como la historia que se proyecta sobre él. «Yo no creo que un Stradivarius pueda empujar a alguien a esconderse en un pueblo de Paraguay. Salvo que haya llegado por medios muy oscuros, claro», reflexiona, riéndose apenas. «Esa fue mi hipótesis para la novela. Pero la verdad, quién sabe». ¿Y si la familia real (la de aquel hombre que huyó con los violines) llegara a leer el libro? «No lo sé. Tal vez ni se vean reflejados. O tal vez les duela. Yo prefiero que la novela le llegue a quien le pueda servir para reflexionar sobre el arte, la historia, la belleza, la música como consuelo en los momentos extremos». La música, en su vida, no es un adorno: es una forma de resistencia emocional. «A mi padre, en sus últimos años, lo animaban los valses vieneses. A Vargas Llosa, en los suyos, lo que mejor le hacía era la música. Y a mí, en momentos clave, me acompaña siempre». ¿Le gustaría encontrar el último Stradivarius? «Creo que ya lo hice», responde. No porque lo haya identificado, sino porque lo ha sentido. Porque, como el arte verdadero, no siempre importa el objeto en sí, sino lo que despierta. En el silencio de un taller de Cremona, el golpeo tenue sobre la madera parece marcar el ritmo de una respiración antigua. No es ruido; es liturgia. Un pulso que viene de siglos atrás y que, hoy, late en manos jóvenes que aprenden a dar forma a lo invisible: el sonido. Aquí, donde Antonio Stradivari firmó con barniz y paciencia la historia de la música clásica, Alejandro G. Roemmers regresa al origen de su última novela, ‘El Último Stradivarius’ (Planeta).La historia parte de un doble asesinato en Paraguay, pero esta no es una novela negra, sino la crónica de una obsesión: la de un escritor argentino que, al leer una noticia sobre el asesinato de un hombre y su hija para robarle unos violines, no sintió curiosidad por el asesino, sino por el objeto. «Ese asesinato me produjo mucha curiosidad. Quise recrear ese misterio y hacerlo a través de la historia del último violín que fabricó Antonio Stradivari en 1737», señala Roemmers.Con un prólogo de Mario Vargas Llosa, Roemmers despliega dos mundos (el misterio contemporáneo y la reconstrucción histórica del último violín creado por Stradivari) y el resultado es una novela de capas, donde el objeto (el violín Ángelo) funciona como amuleto, testigo y protagonista de una narración que oscila entre lo real y lo milagroso, entre la sangre y el barniz, entre la muerte y la música.La despedida de Mario Vargas Llosa«Yo no elegí el Stradivarius», dice Roemmers. «Leí que mataron a alguien para robarle unos violines… y me pregunté cómo habían llegado hasta allí esos instrumentos de leyenda. Ese misterio fue el que me atrapó. No el crimen, sino el eco». Pero si hay un eco que sobrevuela esta historia, es el del prólogo. Mario Vargas Llosa, fallecido en abril de este año, firmó el último texto de su carrera en esta novela. Un prólogo de quince páginas dictado a su hijo Álvaro, porque la mano ya no le respondía. No fue un encargo editorial ni una cortesía entre colegas: fue un acto de despedida.«Fue como un reconocimiento póstumo», confiesa Roemmers para ABC. «Vargas Llosa nunca se había expresado tanto sobre mí. Se ve que quiso dejarme esto, como un regalo». El Nobel, que a lo largo de su carrera evitó los elogios fáciles y eligió sus palabras con rigor. Escribió en ese texto con una calidez inusual, casi íntima. Roemmers nos explica que el Nobel terminó dictando las cerca de 15 páginas del prólogo a su hijo Álvaro porque ya le temblaba la mano . «Quiso dejar este testimonio, sintió que ya estaba acortándose su vida», añade. El autor se sintió «muy, muy bien» por ese gesto que nunca pudo agradecerle en persona, y destaca que Vargas Llosa, quien solía ser reservado, se «había expedido tanto» sobre su persona y su obra en ese texto, un detalle que lo hizo invaluable.El prólogo, además, se convirtió en una cápsula de tiempo. Una síntesis final de su pensamiento literario, donde Vargas Llosa no solo presenta una novela, sino que reflexiona sobre el poder de las historias, la memoria de los objetos y el legado que dejamos cuando ya no estamos. Cada línea, dictada con esfuerzo, encierra una decisión. Y cada palabra elegida lleva el peso de una conciencia del final.De la noticia al legadoEn la novela, el violín no es solo un objeto valioso, sino una criatura antigua, cargada de historia, de memoria y de deseo. Esa misma sensación se respira en la Escuela Internacional de Lutería de Cremona, un palacio renacentista que, desde 1938, ha formado generaciones de lutieres. «Un violín es el hijo de muchos padres», nos dicen allí. La madera de arce de los Balcanes, golpeada con precisión para detectar su resonancia, se convierte en instrumento no por técnica, sino por revelación.Fue en este mismo lugar donde Antonio Stradivari empezó su aprendizaje con apenas 13 años. La leyenda, explican los profesores, no está en una receta secreta, sino en las pequeñas variaciones que Stradivari fue perfeccionando a lo largo de sus 90 años de vida, logrando una calidad sonora irrepetible. «Eso me fascina», dice Roemmers. «El violín no es un objeto : es una prolongación del alma de quien lo hace. Y cada lutier pone algo propio, incluso si sigue el mismo modelo».Mientras recorre los talleres, Roemmers pregunta por la selección de maderas, se interesa por los barnices naturales y las herramientas antiguas. «Es muy parecido a escribir», compara. «Uno puede tener un esquema, una estructura, pero al final, lo que cuenta es el detalle . El violín es construido también con la personalidad de cada uno. Si un lutier es más alegre, queda plasmada su personalidad en el sonido». Roemmers habla de los objetos como si fueran personas. «Somos energía, y ponemos energía en lo que hacemos», explica. Esa energía, para él, puede quedarse atrapada en un instrumento. Como si una sonata pudiera seguir sonando mucho después de que las manos que la tocaron hayan desaparecido.Conocer el por quéPara entender la leyenda de los Stradivarius, es esencial conocer a sus antecesores. El arte de la lutería moderna en Cremona fue fundado por la familia Amati. Andrea Amati, en el siglo XVI, definió la forma y la construcción del violín tal como lo conocemos hoy, estableciendo un estándar de elegancia y calidad técnica. Su nieto, Nicolò Amati, sería el maestro más destacado de la dinastía y, más importante aún, el mentor de Antonio Stradivari.Antonio Stradivari no fue un genio solitario, sino el heredero y el culminador de una tradición. Su habilidad y perfección elevaron los estándares a un nivel sin precedentes. Sin embargo, no fue el único gran maestro de su tiempo. La familia Guarneri, en especial Giuseppe Guarneri del Gesù, fue su contemporánea y principal rival. Si los violines de Stradivari se caracterizan por una belleza formal y una sonoridad equilibrada y perfecta, los de Guarneri son conocidos por un timbre más salvaje, una potencia cruda y una voz más ruda y personal, características que para muchos músicos los ponen al mismo nivel de excelencia, o incluso por encima, de un Stradivarius.Muchos estudios científicos han tratado de explicar el secreto del sonido de los Stradivarius: algunos apuntan al tipo de barniz que usaba, otros a la densidad de la madera resultado de una pequeña edad de hielo en Europa durante el siglo XVII. Este cambio climático, con inviernos más severos y veranos más cortos, afectó profundamente la flora de la región. Las maderas que Stradivari utilizaba, en particular el arce de los Balcanes para la parte trasera y el abeto para la tabla armónica, crecieron de forma mucho más lenta y uniforme. Este crecimiento pausado produjo una madera más densa y consistente, con anillos de crecimiento más apretados y un patrón de grano más uniforme. ¿Existen las casualidades?Durante la estancia en Cremona, ocurre algo inesperado. En una visita a la Fondazione Casa Stradivari, Roemmers sostiene por primera vez un Stradivarius auténtico. Lo examina con respeto, casi con miedo, como si tuviera entre las manos no un instrumento, sino una reliquia. Recorre con los dedos el barniz, la curvatura de las efes, la madera viva. Y cuando pregunta su nombre, le responden: Ángelo. Igual que el violín ficticio que da título a su novela. El mismo nombre, sin haberlo sabido antes. Para Roemmers, no es casualidad. Es una señal. Un acorde final que cierra el círculo. «La realidad ya tiene suficiente magia», dice. «No necesito inventar fantasmas. Las coincidencias existen, y a veces rozan lo milagroso».Con esto, Roemmers rechaza cualquier rastro de realismo mágico en la novela. No hay trucos, ni apariciones, ni pactos con lo sobrenatural (aunque hay un poco de todo esto en los que rodea al violín). Para Roemmers, lo que hay es un respeto profundo por el misterio de lo real. Por ese tipo de magia que no necesita explicaciones, solo atención. Así, el Ángelo de madera y el Ángelo de papel se encuentran. Hoy se estima que quedan poco más de 500 violines Stradivarius en el mundo, muchos de ellos bautizados con nombres de antiguos propietarios, músicos célebres o mecenas, como el Soil (que tocó Yehudi Menuhin), el Messiah (que jamás ha sido tocado en público), o el Lady Blunt, que alcanzó más de 15 millones de euros en subasta. Sus nombres los dotan de una especie de linaje espiritual, casi aristocrático.La música como compañíaEste viaje no es solo una inmersión en la lutería. Es una conversación sobre cómo los objetos (un violín, una melodía, una novela) pueden protegernos del tiempo. Roemmers recuerda escuchar a Chopin con su padre y sentir que había compuesto esa música en otra vida. Habla de la música como quien habla de una oración. «Te acompaña. Te protege. Y a veces, te escribe».¿Pero pueden los objetos poseer a las personas? Roemmers no duda en responder: sí, pero hay que tener cuidado. «El objeto puede condicionarte», advierte. «Eso es lo que hay que evitar, sobre todo con ciertas tecnologías. Cuanto más inteligente se hace esto (dice, señalando su teléfono), más tontos nos hacemos nosotros». Lo dice sin dramatismo, como quien lanza una advertencia suave pero urgente. «Cada año perdemos puntos de coeficiente intelectual» , agrega, «y eso ya está medido».No habla solo de inteligencia artificial. Habla también de los violines, de los amuletos, de los recuerdos que se cargan en un objeto cualquiera: una cruz, una melodía, un libro. «Hay cosas que uno siente tan íntimas que parece que te pertenecen desde siempre. O tú a ellas», dice. Recuerda, por ejemplo, la música de Chopin sonando en su casa de la infancia, su padre en silencio, él solo, sintiendo que esas notas eran suyas. «A veces pienso si no habré sido yo Chopin en otra vida. O Saint-Exupéry… hay cosas con las que uno se siente tan conectado, como si volviera». Por eso, aunque en ‘El Último Stradivarius’ algunos personajes crean que el violín los protege, Roemmers insiste: no hay magia, hay percepción. «Uno les asigna poderes a las cosas, como a un amuleto que lleva el recuerdo de tu abuela. No es que te salve, pero te acompaña. Y a veces eso basta».Lo que le interesa a Roemmers no es tanto el objeto como la historia que se proyecta sobre él. «Yo no creo que un Stradivarius pueda empujar a alguien a esconderse en un pueblo de Paraguay. Salvo que haya llegado por medios muy oscuros, claro», reflexiona, riéndose apenas. «Esa fue mi hipótesis para la novela. Pero la verdad, quién sabe». ¿Y si la familia real (la de aquel hombre que huyó con los violines) llegara a leer el libro? «No lo sé. Tal vez ni se vean reflejados. O tal vez les duela. Yo prefiero que la novela le llegue a quien le pueda servir para reflexionar sobre el arte, la historia, la belleza, la música como consuelo en los momentos extremos». La música, en su vida, no es un adorno: es una forma de resistencia emocional. «A mi padre, en sus últimos años, lo animaban los valses vieneses. A Vargas Llosa, en los suyos, lo que mejor le hacía era la música. Y a mí, en momentos clave, me acompaña siempre». ¿Le gustaría encontrar el último Stradivarius? «Creo que ya lo hice», responde. No porque lo haya identificado, sino porque lo ha sentido. Porque, como el arte verdadero, no siempre importa el objeto en sí, sino lo que despierta. RSS de noticias de cultura
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