Carlos Ruiz Zafón decía que existimos si alguien nos recuerda. Este tópico ha sido explotado hasta la saciedad como respuesta, consuelo o algo similar ante el terror que la humanidad será incapaz de afrontar: la muerte. Como no podemos afrontarla, a lo largo de la historia el ser humano ha intentado enfrentarla para que, quien muera, pueda permanecer en tierra durante más tiempo. Nombramos. Contamos. Escribimos. Levantamos memoria como quien levanta refugios. Porque si la muerte es una certeza, el olvido es la segunda. Y contra él, solo cabe el acto desesperado (y profundamente humano) de dejar huella. Gustavo Rodríguez habla pausado, como quien mide no solo las palabras, sino también los silencios. El autor peruano, ganador del premio Alfaguara en 2023 por ‘Cien cuyes’, acaba de publicar ‘Mamita’ (Alfaguara), una novela que es, a la vez, un testamento emocional, un ajuste de cuentas familiar y una ofrenda literaria. Dice que no la escribió por inspiración, sino por deuda. Escribir, para Rodríguez, es también una forma de «expresar lo que no se dice en voz alta», de dejar constancia de afectos y errores. Su primer recuerdo de escritura, de hecho, fue una nota infantil pidiendo perdón a su abuela. «Es que ‘Mamita’ nace de una urgencia», confiesa: «No tenía un argumento, tenía un compromiso». Y ese compromiso tiene nombre propio. «La corregí y se la entregué a mi madre en letra grande, encuadernada», cuenta. «Quería que la leyera antes de que la memoria se le deshiciera el todo».Una cuestión de desmemoria«Mi madre nunca conoció a su padre», explica. «Murió cuando ella apenas había nacido. Era una figura histórica, muy mitificada en la familia, y doblemente idealizada por su ausencia. Lo que yo quería era sencillo y, a la vez, imposible: que ella pudiera conocerlo». No se trataba de reconstruir un linaje, sino de regalarle una historia: un padre, aunque fuera de papel. Así comenzó a tomar forma una novela que iba a ser histórica, pero terminó siendo doméstica. Rodríguez intentó escribir primero la vida del patriarca, aquel industrial amazónico convertido en mito, pero no funcionó. «El manuscrito no me gustó. No era mi registro. Me di cuenta de que lo mío no es la epopeya heróica, sino la épica de afectos». Rodríguez no oculta la dimensión íntima del relato. El protagonista de ‘Mamita’ es un escritor que intenta acabar una novela antes de que su madre pierda por completo la memoria, y Gustavo Rodríguez no teme admitir los roces autobiográficos que tiene con él. Va en muletas (literal y metafóricamente), acompañado por un chófer de nombre Hitler Muñante, personaje recuperado de su novela ‘Treinta kilómetros a la medianoche’. Juntos recorren la ciudad mientras el autor interioriza su historia familiar y se prepara para contarla. La elección de llamar Hitler al conductor es una de las primeras sorpresas de ‘Mamita’. Este fenómeno de los Hitler no es anecdótico: según información del RENIEC, en Perú hay al menos 3943 personas con el nombre Hitler, además de otras con variantes como Adolfo (99), o Adolf (3). Rodríguez califica esta realidad como un síntoma de «analfabetismo funcional», aludiendo al hecho de que «gente que oyó un nombre con fuerza, con resonancia, y lo adoptó sin saber quién fue realmente esa persona». En contraste, en España el Registro Civil prohíbe legalmente nombres con connotaciones ofensivas o negativas, incluyendo Hitler, y solo hay menos de 20 casos aislados registrados. «Que en un país haya tantos Hitler es señal de una gran brecha en la educación. El hecho de intuir que hay un personaje importante en la historia y no saber más allá de eso», explica Gustavo Rodríguez. En la ficción, este contraste se encarna en el personaje: un chófer con nombre de dictador, que Rodríguez utiliza como una «denuncia sutil» a la vez que homenaje a la memoria perdida. El tema de la desmemoria histórica en ‘Mamita’ no es solo en cuestiones internacionales. Hay una evocación sobre el genocidio silencioso contra los pueblos indígenas durante la fiebre del caucho. «Es un genocidio del que no se habla absolutamente nada», dice Rodríguez: « Vargas Llosa sí lo retoma en ‘El sueño del Celta’, por ahí en algunos capítulos, pero nada más». Durante la fiebre del caucho (1879-1912), la brutal explotación en la Amazonía del Putumayo provocó la muerte de entre 30.000 y 50.000 indígenas, cifra recogida en testimonios como los del cónsul británico Roger Casement y documentales recientes. Las investigaciones confirman que comunidades completas (Uitoto, Bora, Andoque, Ocaina y otros pueblos amazónicos) fueron esclavizados, torturados e incluso sometidos al castigo con cepos, amputaciones y muerte por incumplimiento de cuotas. «De esto no se habla porque en mi país la selva domina la mayor parte del territorio peruano, y a pesar de esa gigantez, hay una invisibilidad . No solamente hay pocas ciudades, sino que las personas más desatendidas del país suelen ser las de entornos más rurales», explica el autor, que al incorporar esa realidad en su novela convierte el relato familiar en un acto político. «O sea, pueden haber muerto 30.000 indígenas en la época del caucho y no se hablará de eso. Si ocurriera un asesinato en Miraflores, estaría en todas las noticias», insiste Rodríguez, y recuerda que la memoria colectiva no puede seguir siendo una omisión cómplice: «En Perú murieron decenas de miles de indígenas y nadie habla de eso. La selva está en el mapa, pero no en la conciencia del país». Remedios para el olvidoEl contrarreloj que existe en la novela es con tal de perpetuar la memoria, pero trabajar con lo que persiste también conlleva trabajar con el otro lado. El olvido funciona como punto de ataque, pero también como arma de la que los protagonistas se deben proteger. La madre del escritor sufre un deterioro mental que acaba desdibujándola. Pero ahí, justo en ese borde de la conciencia, entra la literatura. «Para llenar lo que empieza a faltar», dice Gustavo Rodríguez, como si escribir fuese una forma de suplir la memoria que se esfuma, de restituir con palabras lo que la biología va quitando.Y es que las primeras historias de Rodríguez no vinieron de libros, sino de las voces de su madre y su abuela. «Estas mujeres satélite de ese gran hombre fueron quienes poblaron mi imaginación», recuerda. Y así, en lugar de poner al patriarca en el centro, colocó a su alrededor a esas mujeres que lo contaban. A ellas les dio voz, memoria y lugar, porque a diferencia de otras novelas, ‘Mamita’ nació de un silencio, y de una deuda. Es difícil hacerlo, sin embargo, cuando la muerte anda cerca. La madre, de alguna forma, intuye su final y lo hace saber despidiéndose de objetos, de «lo suyo». Emerge un sutil cambio de conducta cuando uno intuye que la muerte se acerca. «He podido observar que hay más amabilidad, una apertura emocional que muchas veces no mostramos durante toda la vida». Este cambio tardío, como una especie de arrepentimiento o reconocimiento, revela la dificultad humana para vivir con la conciencia permanente de la muerte. «Si fuéramos conscientes a cada instante de que podemos morir, seríamos mucho más afectuosos, pero el olvido dem uestra mortalidad nos hace soberbios y desconectados del otro» , reflexiona.En ‘Mamita’ subyace una herida fundacional, una suerte de pecado original familiar que atraviesa la narrativa y que, al ser revelado, invita a los lectores a confrontar sus propias historias ocultas. Pero la aceptación no es sencilla: el autor reconoce la dificultad de reconocer las sombras familiares y la carga que eso implica . «Tengo la esperanza de que al revelar la de mi familia, los lectores puedan contar las suyas». Sin embargo, cuesta mucho admitir los errores de la familia, porque, de alguna forma, estos también señalan a uno mismo. «Ya está en uno no acarrear mochilas que no nos corresponden. Los pecados de nuestros antepasados no deberían ser nuestros». Pero finalmente la literatura tiene entre sus roles el de señalar justamente aquello que no nos atrevemos a confesar. La novela también es una confesión sobre la relación filial y la culpa. «Me represento como un hijo siempre culposo, porque ninguno siente que fue perfecto. Siempre pudimos haber hecho más ». Enfrentar la figura materna, con sus enfermedades y fragilidades, no fue un motivo de miedo, sino un desafío para Rodríguez, quien supo equilibrar la intensidad emocional con un sentido del humor que previno la cursilería. Pero aún así, ¿cuál es el verdadero sentido con el Gustavo Rodríguez escribió ‘Mamita’, para que pudiese vivir eternamente o para que fuese una despedida? Su respuesta es clara y cargada de emoción: «Fue para las dos cosas». Por un lado, la novela es un intento de preservar a su madre en el tiempo, de darle una eternidad literaria que la memoria física ya comenzaba a desvanecer. La obra se convierte así en un refugio donde la presencia de su madre permanece inalterable, más allá del paso del tiempo y la fragilidad de la memoria. Pero ‘Mamita’ es también una despedida consciente, un proceso en el que la escritura se vuelve una forma de enfrentarse a la pérdida que se sabe inevitable. «Más que un temor, sentí un desafío: estar a la altura de su figura, de su historia».Es inmortalizar y despedirse. Es reflejar la compleja relación que se tiene con los afectos más profundos. Escribir sobre alguien que uno ama es, en definitiva, escribir también sobre sí mismo. «No existe separación entre mi voz y la de ella», confiesa Gustavo Rodríguez, «Y al plasmarla también asumo culpas y nostalgias». Carlos Ruiz Zafón decía que existimos si alguien nos recuerda. Este tópico ha sido explotado hasta la saciedad como respuesta, consuelo o algo similar ante el terror que la humanidad será incapaz de afrontar: la muerte. Como no podemos afrontarla, a lo largo de la historia el ser humano ha intentado enfrentarla para que, quien muera, pueda permanecer en tierra durante más tiempo. Nombramos. Contamos. Escribimos. Levantamos memoria como quien levanta refugios. Porque si la muerte es una certeza, el olvido es la segunda. Y contra él, solo cabe el acto desesperado (y profundamente humano) de dejar huella. Gustavo Rodríguez habla pausado, como quien mide no solo las palabras, sino también los silencios. El autor peruano, ganador del premio Alfaguara en 2023 por ‘Cien cuyes’, acaba de publicar ‘Mamita’ (Alfaguara), una novela que es, a la vez, un testamento emocional, un ajuste de cuentas familiar y una ofrenda literaria. Dice que no la escribió por inspiración, sino por deuda. Escribir, para Rodríguez, es también una forma de «expresar lo que no se dice en voz alta», de dejar constancia de afectos y errores. Su primer recuerdo de escritura, de hecho, fue una nota infantil pidiendo perdón a su abuela. «Es que ‘Mamita’ nace de una urgencia», confiesa: «No tenía un argumento, tenía un compromiso». Y ese compromiso tiene nombre propio. «La corregí y se la entregué a mi madre en letra grande, encuadernada», cuenta. «Quería que la leyera antes de que la memoria se le deshiciera el todo».Una cuestión de desmemoria«Mi madre nunca conoció a su padre», explica. «Murió cuando ella apenas había nacido. Era una figura histórica, muy mitificada en la familia, y doblemente idealizada por su ausencia. Lo que yo quería era sencillo y, a la vez, imposible: que ella pudiera conocerlo». No se trataba de reconstruir un linaje, sino de regalarle una historia: un padre, aunque fuera de papel. Así comenzó a tomar forma una novela que iba a ser histórica, pero terminó siendo doméstica. Rodríguez intentó escribir primero la vida del patriarca, aquel industrial amazónico convertido en mito, pero no funcionó. «El manuscrito no me gustó. No era mi registro. Me di cuenta de que lo mío no es la epopeya heróica, sino la épica de afectos». Rodríguez no oculta la dimensión íntima del relato. El protagonista de ‘Mamita’ es un escritor que intenta acabar una novela antes de que su madre pierda por completo la memoria, y Gustavo Rodríguez no teme admitir los roces autobiográficos que tiene con él. Va en muletas (literal y metafóricamente), acompañado por un chófer de nombre Hitler Muñante, personaje recuperado de su novela ‘Treinta kilómetros a la medianoche’. Juntos recorren la ciudad mientras el autor interioriza su historia familiar y se prepara para contarla. La elección de llamar Hitler al conductor es una de las primeras sorpresas de ‘Mamita’. Este fenómeno de los Hitler no es anecdótico: según información del RENIEC, en Perú hay al menos 3943 personas con el nombre Hitler, además de otras con variantes como Adolfo (99), o Adolf (3). Rodríguez califica esta realidad como un síntoma de «analfabetismo funcional», aludiendo al hecho de que «gente que oyó un nombre con fuerza, con resonancia, y lo adoptó sin saber quién fue realmente esa persona». En contraste, en España el Registro Civil prohíbe legalmente nombres con connotaciones ofensivas o negativas, incluyendo Hitler, y solo hay menos de 20 casos aislados registrados. «Que en un país haya tantos Hitler es señal de una gran brecha en la educación. El hecho de intuir que hay un personaje importante en la historia y no saber más allá de eso», explica Gustavo Rodríguez. En la ficción, este contraste se encarna en el personaje: un chófer con nombre de dictador, que Rodríguez utiliza como una «denuncia sutil» a la vez que homenaje a la memoria perdida. El tema de la desmemoria histórica en ‘Mamita’ no es solo en cuestiones internacionales. Hay una evocación sobre el genocidio silencioso contra los pueblos indígenas durante la fiebre del caucho. «Es un genocidio del que no se habla absolutamente nada», dice Rodríguez: « Vargas Llosa sí lo retoma en ‘El sueño del Celta’, por ahí en algunos capítulos, pero nada más». Durante la fiebre del caucho (1879-1912), la brutal explotación en la Amazonía del Putumayo provocó la muerte de entre 30.000 y 50.000 indígenas, cifra recogida en testimonios como los del cónsul británico Roger Casement y documentales recientes. Las investigaciones confirman que comunidades completas (Uitoto, Bora, Andoque, Ocaina y otros pueblos amazónicos) fueron esclavizados, torturados e incluso sometidos al castigo con cepos, amputaciones y muerte por incumplimiento de cuotas. «De esto no se habla porque en mi país la selva domina la mayor parte del territorio peruano, y a pesar de esa gigantez, hay una invisibilidad . No solamente hay pocas ciudades, sino que las personas más desatendidas del país suelen ser las de entornos más rurales», explica el autor, que al incorporar esa realidad en su novela convierte el relato familiar en un acto político. «O sea, pueden haber muerto 30.000 indígenas en la época del caucho y no se hablará de eso. Si ocurriera un asesinato en Miraflores, estaría en todas las noticias», insiste Rodríguez, y recuerda que la memoria colectiva no puede seguir siendo una omisión cómplice: «En Perú murieron decenas de miles de indígenas y nadie habla de eso. La selva está en el mapa, pero no en la conciencia del país». Remedios para el olvidoEl contrarreloj que existe en la novela es con tal de perpetuar la memoria, pero trabajar con lo que persiste también conlleva trabajar con el otro lado. El olvido funciona como punto de ataque, pero también como arma de la que los protagonistas se deben proteger. La madre del escritor sufre un deterioro mental que acaba desdibujándola. Pero ahí, justo en ese borde de la conciencia, entra la literatura. «Para llenar lo que empieza a faltar», dice Gustavo Rodríguez, como si escribir fuese una forma de suplir la memoria que se esfuma, de restituir con palabras lo que la biología va quitando.Y es que las primeras historias de Rodríguez no vinieron de libros, sino de las voces de su madre y su abuela. «Estas mujeres satélite de ese gran hombre fueron quienes poblaron mi imaginación», recuerda. Y así, en lugar de poner al patriarca en el centro, colocó a su alrededor a esas mujeres que lo contaban. A ellas les dio voz, memoria y lugar, porque a diferencia de otras novelas, ‘Mamita’ nació de un silencio, y de una deuda. Es difícil hacerlo, sin embargo, cuando la muerte anda cerca. La madre, de alguna forma, intuye su final y lo hace saber despidiéndose de objetos, de «lo suyo». Emerge un sutil cambio de conducta cuando uno intuye que la muerte se acerca. «He podido observar que hay más amabilidad, una apertura emocional que muchas veces no mostramos durante toda la vida». Este cambio tardío, como una especie de arrepentimiento o reconocimiento, revela la dificultad humana para vivir con la conciencia permanente de la muerte. «Si fuéramos conscientes a cada instante de que podemos morir, seríamos mucho más afectuosos, pero el olvido dem uestra mortalidad nos hace soberbios y desconectados del otro» , reflexiona.En ‘Mamita’ subyace una herida fundacional, una suerte de pecado original familiar que atraviesa la narrativa y que, al ser revelado, invita a los lectores a confrontar sus propias historias ocultas. Pero la aceptación no es sencilla: el autor reconoce la dificultad de reconocer las sombras familiares y la carga que eso implica . «Tengo la esperanza de que al revelar la de mi familia, los lectores puedan contar las suyas». Sin embargo, cuesta mucho admitir los errores de la familia, porque, de alguna forma, estos también señalan a uno mismo. «Ya está en uno no acarrear mochilas que no nos corresponden. Los pecados de nuestros antepasados no deberían ser nuestros». Pero finalmente la literatura tiene entre sus roles el de señalar justamente aquello que no nos atrevemos a confesar. La novela también es una confesión sobre la relación filial y la culpa. «Me represento como un hijo siempre culposo, porque ninguno siente que fue perfecto. Siempre pudimos haber hecho más ». Enfrentar la figura materna, con sus enfermedades y fragilidades, no fue un motivo de miedo, sino un desafío para Rodríguez, quien supo equilibrar la intensidad emocional con un sentido del humor que previno la cursilería. Pero aún así, ¿cuál es el verdadero sentido con el Gustavo Rodríguez escribió ‘Mamita’, para que pudiese vivir eternamente o para que fuese una despedida? Su respuesta es clara y cargada de emoción: «Fue para las dos cosas». Por un lado, la novela es un intento de preservar a su madre en el tiempo, de darle una eternidad literaria que la memoria física ya comenzaba a desvanecer. La obra se convierte así en un refugio donde la presencia de su madre permanece inalterable, más allá del paso del tiempo y la fragilidad de la memoria. Pero ‘Mamita’ es también una despedida consciente, un proceso en el que la escritura se vuelve una forma de enfrentarse a la pérdida que se sabe inevitable. «Más que un temor, sentí un desafío: estar a la altura de su figura, de su historia».Es inmortalizar y despedirse. Es reflejar la compleja relación que se tiene con los afectos más profundos. Escribir sobre alguien que uno ama es, en definitiva, escribir también sobre sí mismo. «No existe separación entre mi voz y la de ella», confiesa Gustavo Rodríguez, «Y al plasmarla también asumo culpas y nostalgias». Carlos Ruiz Zafón decía que existimos si alguien nos recuerda. Este tópico ha sido explotado hasta la saciedad como respuesta, consuelo o algo similar ante el terror que la humanidad será incapaz de afrontar: la muerte. Como no podemos afrontarla, a lo largo de la historia el ser humano ha intentado enfrentarla para que, quien muera, pueda permanecer en tierra durante más tiempo. Nombramos. Contamos. Escribimos. Levantamos memoria como quien levanta refugios. Porque si la muerte es una certeza, el olvido es la segunda. Y contra él, solo cabe el acto desesperado (y profundamente humano) de dejar huella. Gustavo Rodríguez habla pausado, como quien mide no solo las palabras, sino también los silencios. El autor peruano, ganador del premio Alfaguara en 2023 por ‘Cien cuyes’, acaba de publicar ‘Mamita’ (Alfaguara), una novela que es, a la vez, un testamento emocional, un ajuste de cuentas familiar y una ofrenda literaria. Dice que no la escribió por inspiración, sino por deuda. Escribir, para Rodríguez, es también una forma de «expresar lo que no se dice en voz alta», de dejar constancia de afectos y errores. Su primer recuerdo de escritura, de hecho, fue una nota infantil pidiendo perdón a su abuela. «Es que ‘Mamita’ nace de una urgencia», confiesa: «No tenía un argumento, tenía un compromiso». Y ese compromiso tiene nombre propio. «La corregí y se la entregué a mi madre en letra grande, encuadernada», cuenta. «Quería que la leyera antes de que la memoria se le deshiciera el todo».Una cuestión de desmemoria«Mi madre nunca conoció a su padre», explica. «Murió cuando ella apenas había nacido. Era una figura histórica, muy mitificada en la familia, y doblemente idealizada por su ausencia. Lo que yo quería era sencillo y, a la vez, imposible: que ella pudiera conocerlo». No se trataba de reconstruir un linaje, sino de regalarle una historia: un padre, aunque fuera de papel. Así comenzó a tomar forma una novela que iba a ser histórica, pero terminó siendo doméstica. Rodríguez intentó escribir primero la vida del patriarca, aquel industrial amazónico convertido en mito, pero no funcionó. «El manuscrito no me gustó. No era mi registro. Me di cuenta de que lo mío no es la epopeya heróica, sino la épica de afectos». Rodríguez no oculta la dimensión íntima del relato. El protagonista de ‘Mamita’ es un escritor que intenta acabar una novela antes de que su madre pierda por completo la memoria, y Gustavo Rodríguez no teme admitir los roces autobiográficos que tiene con él. Va en muletas (literal y metafóricamente), acompañado por un chófer de nombre Hitler Muñante, personaje recuperado de su novela ‘Treinta kilómetros a la medianoche’. Juntos recorren la ciudad mientras el autor interioriza su historia familiar y se prepara para contarla. La elección de llamar Hitler al conductor es una de las primeras sorpresas de ‘Mamita’. Este fenómeno de los Hitler no es anecdótico: según información del RENIEC, en Perú hay al menos 3943 personas con el nombre Hitler, además de otras con variantes como Adolfo (99), o Adolf (3). Rodríguez califica esta realidad como un síntoma de «analfabetismo funcional», aludiendo al hecho de que «gente que oyó un nombre con fuerza, con resonancia, y lo adoptó sin saber quién fue realmente esa persona». En contraste, en España el Registro Civil prohíbe legalmente nombres con connotaciones ofensivas o negativas, incluyendo Hitler, y solo hay menos de 20 casos aislados registrados. «Que en un país haya tantos Hitler es señal de una gran brecha en la educación. El hecho de intuir que hay un personaje importante en la historia y no saber más allá de eso», explica Gustavo Rodríguez. En la ficción, este contraste se encarna en el personaje: un chófer con nombre de dictador, que Rodríguez utiliza como una «denuncia sutil» a la vez que homenaje a la memoria perdida. El tema de la desmemoria histórica en ‘Mamita’ no es solo en cuestiones internacionales. Hay una evocación sobre el genocidio silencioso contra los pueblos indígenas durante la fiebre del caucho. «Es un genocidio del que no se habla absolutamente nada», dice Rodríguez: « Vargas Llosa sí lo retoma en ‘El sueño del Celta’, por ahí en algunos capítulos, pero nada más». Durante la fiebre del caucho (1879-1912), la brutal explotación en la Amazonía del Putumayo provocó la muerte de entre 30.000 y 50.000 indígenas, cifra recogida en testimonios como los del cónsul británico Roger Casement y documentales recientes. Las investigaciones confirman que comunidades completas (Uitoto, Bora, Andoque, Ocaina y otros pueblos amazónicos) fueron esclavizados, torturados e incluso sometidos al castigo con cepos, amputaciones y muerte por incumplimiento de cuotas. «De esto no se habla porque en mi país la selva domina la mayor parte del territorio peruano, y a pesar de esa gigantez, hay una invisibilidad . No solamente hay pocas ciudades, sino que las personas más desatendidas del país suelen ser las de entornos más rurales», explica el autor, que al incorporar esa realidad en su novela convierte el relato familiar en un acto político. «O sea, pueden haber muerto 30.000 indígenas en la época del caucho y no se hablará de eso. Si ocurriera un asesinato en Miraflores, estaría en todas las noticias», insiste Rodríguez, y recuerda que la memoria colectiva no puede seguir siendo una omisión cómplice: «En Perú murieron decenas de miles de indígenas y nadie habla de eso. La selva está en el mapa, pero no en la conciencia del país». Remedios para el olvidoEl contrarreloj que existe en la novela es con tal de perpetuar la memoria, pero trabajar con lo que persiste también conlleva trabajar con el otro lado. El olvido funciona como punto de ataque, pero también como arma de la que los protagonistas se deben proteger. La madre del escritor sufre un deterioro mental que acaba desdibujándola. Pero ahí, justo en ese borde de la conciencia, entra la literatura. «Para llenar lo que empieza a faltar», dice Gustavo Rodríguez, como si escribir fuese una forma de suplir la memoria que se esfuma, de restituir con palabras lo que la biología va quitando.Y es que las primeras historias de Rodríguez no vinieron de libros, sino de las voces de su madre y su abuela. «Estas mujeres satélite de ese gran hombre fueron quienes poblaron mi imaginación», recuerda. Y así, en lugar de poner al patriarca en el centro, colocó a su alrededor a esas mujeres que lo contaban. A ellas les dio voz, memoria y lugar, porque a diferencia de otras novelas, ‘Mamita’ nació de un silencio, y de una deuda. Es difícil hacerlo, sin embargo, cuando la muerte anda cerca. La madre, de alguna forma, intuye su final y lo hace saber despidiéndose de objetos, de «lo suyo». Emerge un sutil cambio de conducta cuando uno intuye que la muerte se acerca. «He podido observar que hay más amabilidad, una apertura emocional que muchas veces no mostramos durante toda la vida». Este cambio tardío, como una especie de arrepentimiento o reconocimiento, revela la dificultad humana para vivir con la conciencia permanente de la muerte. «Si fuéramos conscientes a cada instante de que podemos morir, seríamos mucho más afectuosos, pero el olvido dem uestra mortalidad nos hace soberbios y desconectados del otro» , reflexiona.En ‘Mamita’ subyace una herida fundacional, una suerte de pecado original familiar que atraviesa la narrativa y que, al ser revelado, invita a los lectores a confrontar sus propias historias ocultas. Pero la aceptación no es sencilla: el autor reconoce la dificultad de reconocer las sombras familiares y la carga que eso implica . «Tengo la esperanza de que al revelar la de mi familia, los lectores puedan contar las suyas». Sin embargo, cuesta mucho admitir los errores de la familia, porque, de alguna forma, estos también señalan a uno mismo. «Ya está en uno no acarrear mochilas que no nos corresponden. Los pecados de nuestros antepasados no deberían ser nuestros». Pero finalmente la literatura tiene entre sus roles el de señalar justamente aquello que no nos atrevemos a confesar. La novela también es una confesión sobre la relación filial y la culpa. «Me represento como un hijo siempre culposo, porque ninguno siente que fue perfecto. Siempre pudimos haber hecho más ». Enfrentar la figura materna, con sus enfermedades y fragilidades, no fue un motivo de miedo, sino un desafío para Rodríguez, quien supo equilibrar la intensidad emocional con un sentido del humor que previno la cursilería. Pero aún así, ¿cuál es el verdadero sentido con el Gustavo Rodríguez escribió ‘Mamita’, para que pudiese vivir eternamente o para que fuese una despedida? Su respuesta es clara y cargada de emoción: «Fue para las dos cosas». Por un lado, la novela es un intento de preservar a su madre en el tiempo, de darle una eternidad literaria que la memoria física ya comenzaba a desvanecer. La obra se convierte así en un refugio donde la presencia de su madre permanece inalterable, más allá del paso del tiempo y la fragilidad de la memoria. Pero ‘Mamita’ es también una despedida consciente, un proceso en el que la escritura se vuelve una forma de enfrentarse a la pérdida que se sabe inevitable. «Más que un temor, sentí un desafío: estar a la altura de su figura, de su historia».Es inmortalizar y despedirse. Es reflejar la compleja relación que se tiene con los afectos más profundos. Escribir sobre alguien que uno ama es, en definitiva, escribir también sobre sí mismo. «No existe separación entre mi voz y la de ella», confiesa Gustavo Rodríguez, «Y al plasmarla también asumo culpas y nostalgias». RSS de noticias de cultura
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