En el corazón de Lavapiés nació Luis Candelas Cajigal un 9 de febrero de 1804, en una carpintería de la calle del Calvario que, si me apuran, ya parecía predestinada a tallar la leyenda del bandolero bueno, del noble del hampa, del tipo que fue un mito y leyenda de esa España que buscaba habichuelas debajo del cardo. Hijo de Esteban Candela y María Rigada, una pareja que no vivía mal gracias al negocio del serrucho y el martillo, el pequeño Luis no era precisamente el típico golfillo de barrio. Porque Luis tenía planta de galán, con sus patillas bien recortadas, dientes blancos que deslumbraban a las mozas y un don para el verbo que ya quisieran muchos poetas de la época. Pero, como buen madrileño , Candelas tenía el alma inquieta y un desprecio natural por los oficios mecánicos y por seguir las normas, tantas veces injustas o absurdas.Lo mandaron a los Reales Estudios de San Isidro, que no era moco de pavo, con la esperanza de que se convirtiera en un señor de provecho. Pero Luis, que ya apuntaba maneras de bandolero romántico, prefirió organizar bandas de pillastres y liarse a puñetazos con quien se le pusiera por delante. La gota que colmó el vaso fue cuando un clérigo, con más valor que juicio, le propinó una bofetada. Luis, que no era de los que se quedan quietos, le devolvió dos sopapos que resonaron hasta en la Plaza Mayor. Expulsado del colegio, se convirtió en un autodidacta de tomo y lomo, devorando libros con la misma avidez con la que luego desvalijaba bolsillos.A los quince años, cuando otros chicos soñaban con ser soldados o escribientes, Luis ya había cometido su primer robo. No era un raterillo cualquiera, no. Candelas robaba con estilo, con una delicadeza que desarmaba. Dicen que asaltaba diligencias con una reverencia, como si invitara a las damas a un baile, y que sus víctimas, más que enfadadas, quedaban medio enamoradas de aquel moreno de capa negra y modales de caballero. Su lema, que la fortuna estaba mal repartida, lo convertía en una especie de Robin Hood castizo, aunque no está del todo claro si regalaba a los pobres o se lo gastaba todo en juergas en la taberna del Tío Macaco, apodado Traganiños, en la calle de los Leones de este Madrid que hizo de Luis Candelas un mito.Noticia Relacionada Gatos que fueron tigres estandar Si Baldomera Larra, la «madre de los pobres» que estafó 22 millones de reales Alfonso J. Ussía Diseñó un sistema pionero en España que le permitía vivir a todo trapo de las estafas, similar a la estafa piramidalFormó una banda de lo más variopinta: Mariano Balseiro, Paco el Sastre, los hermanos Cusó, y un tal Librillo, entre otros, todos con más maña que moral y más cara que espalda. Se reunían en tugurios de mala muerte, planeando atracos que eran más bien obras de teatro: estafas, carterismo, asaltos a mensajerías, todo sin derramar una gota de sangre, que Luis tenía eso como dogma. Si la cosa se ponía fea, sobornaba a los carceleros o se fugaba con la facilidad de quien se escapa de una misa aburrida. Seis veces se las apañó para dejar con un palmo de narices a los guardias, y en una de esas, en la cárcel del Saladero, hasta ayudó a escapar al político Salustiano de Olózaga, que, agradecido, dicen que lo metió en la masonería. Desde entonces, Luis paseaba por Madrid con una capa negra adornada con símbolos masones, como si fuera el mismísimo Zorro.En el amor, Candelas era tan audaz como en el hurto. Se casó en 1827 con Manuela Sánchez, una viuda con más experiencia que un torero en Las Ventas, pero la luna de miel en Zamora fue un fiasco. A los pocos meses, Luis la plantó y volvió a Madrid a seguir con sus correrías. Debió ser en esa época cuando pernoctaba en los corrales de una bodega en el Parador de Rioseco, en el paseo del Muelle número 7. Así lo recuerda aún la abuela del genial José F. Peláez, ilustre pluma de esta casa de ABC, que además de ser el futuro de la prosa, es mi amigo del alma. Huyendo de la justicia tras asaltar a la modista de la reina y al embajador de Francia, Luis y Clara soñaron con escapar a Inglaterra. No llegaron más allá de Gijón, donde Clara, harta de tanto correr, dijo «hasta aquí». De vuelta a Madrid, lo atraparon en 1837 en el puente Mediana, cerca de Alcazarén, y lo llevaron a juicio. No hizo caso a Nacho Vegas que siempre que huye se dirige al sur. Acusado de más de cuarenta robos, Luis Candelas pidió clemencia a María Cristina de Borbón. «Señora, no he matado a nadie, he luchado por su hija, ¿no merezco una miradita de compasión?», escribió desde la capilla. Pero la regente, inflexible, le negó el indulto. El 6 de noviembre de 1837, en la plaza de la Cebada, el garrote vil puso fin a la vida del bandido más elegante de Madrid. Sus últimas palabras, «¡Adiós, Patria mía, sé feliz!», resonaron entre la multitud, que no sabía si llorarlo o aplaudirlo.En la Cava Baja, la taberna que lleva su nombre sigue siendo lugar de peregrinaje para guiris y castizos. Porque en Madrid, un ladrón con clase nunca muere del todo. En el corazón de Lavapiés nació Luis Candelas Cajigal un 9 de febrero de 1804, en una carpintería de la calle del Calvario que, si me apuran, ya parecía predestinada a tallar la leyenda del bandolero bueno, del noble del hampa, del tipo que fue un mito y leyenda de esa España que buscaba habichuelas debajo del cardo. Hijo de Esteban Candela y María Rigada, una pareja que no vivía mal gracias al negocio del serrucho y el martillo, el pequeño Luis no era precisamente el típico golfillo de barrio. Porque Luis tenía planta de galán, con sus patillas bien recortadas, dientes blancos que deslumbraban a las mozas y un don para el verbo que ya quisieran muchos poetas de la época. Pero, como buen madrileño , Candelas tenía el alma inquieta y un desprecio natural por los oficios mecánicos y por seguir las normas, tantas veces injustas o absurdas.Lo mandaron a los Reales Estudios de San Isidro, que no era moco de pavo, con la esperanza de que se convirtiera en un señor de provecho. Pero Luis, que ya apuntaba maneras de bandolero romántico, prefirió organizar bandas de pillastres y liarse a puñetazos con quien se le pusiera por delante. La gota que colmó el vaso fue cuando un clérigo, con más valor que juicio, le propinó una bofetada. Luis, que no era de los que se quedan quietos, le devolvió dos sopapos que resonaron hasta en la Plaza Mayor. Expulsado del colegio, se convirtió en un autodidacta de tomo y lomo, devorando libros con la misma avidez con la que luego desvalijaba bolsillos.A los quince años, cuando otros chicos soñaban con ser soldados o escribientes, Luis ya había cometido su primer robo. No era un raterillo cualquiera, no. Candelas robaba con estilo, con una delicadeza que desarmaba. Dicen que asaltaba diligencias con una reverencia, como si invitara a las damas a un baile, y que sus víctimas, más que enfadadas, quedaban medio enamoradas de aquel moreno de capa negra y modales de caballero. Su lema, que la fortuna estaba mal repartida, lo convertía en una especie de Robin Hood castizo, aunque no está del todo claro si regalaba a los pobres o se lo gastaba todo en juergas en la taberna del Tío Macaco, apodado Traganiños, en la calle de los Leones de este Madrid que hizo de Luis Candelas un mito.Noticia Relacionada Gatos que fueron tigres estandar Si Baldomera Larra, la «madre de los pobres» que estafó 22 millones de reales Alfonso J. Ussía Diseñó un sistema pionero en España que le permitía vivir a todo trapo de las estafas, similar a la estafa piramidalFormó una banda de lo más variopinta: Mariano Balseiro, Paco el Sastre, los hermanos Cusó, y un tal Librillo, entre otros, todos con más maña que moral y más cara que espalda. Se reunían en tugurios de mala muerte, planeando atracos que eran más bien obras de teatro: estafas, carterismo, asaltos a mensajerías, todo sin derramar una gota de sangre, que Luis tenía eso como dogma. Si la cosa se ponía fea, sobornaba a los carceleros o se fugaba con la facilidad de quien se escapa de una misa aburrida. Seis veces se las apañó para dejar con un palmo de narices a los guardias, y en una de esas, en la cárcel del Saladero, hasta ayudó a escapar al político Salustiano de Olózaga, que, agradecido, dicen que lo metió en la masonería. Desde entonces, Luis paseaba por Madrid con una capa negra adornada con símbolos masones, como si fuera el mismísimo Zorro.En el amor, Candelas era tan audaz como en el hurto. Se casó en 1827 con Manuela Sánchez, una viuda con más experiencia que un torero en Las Ventas, pero la luna de miel en Zamora fue un fiasco. A los pocos meses, Luis la plantó y volvió a Madrid a seguir con sus correrías. Debió ser en esa época cuando pernoctaba en los corrales de una bodega en el Parador de Rioseco, en el paseo del Muelle número 7. Así lo recuerda aún la abuela del genial José F. Peláez, ilustre pluma de esta casa de ABC, que además de ser el futuro de la prosa, es mi amigo del alma. Huyendo de la justicia tras asaltar a la modista de la reina y al embajador de Francia, Luis y Clara soñaron con escapar a Inglaterra. No llegaron más allá de Gijón, donde Clara, harta de tanto correr, dijo «hasta aquí». De vuelta a Madrid, lo atraparon en 1837 en el puente Mediana, cerca de Alcazarén, y lo llevaron a juicio. No hizo caso a Nacho Vegas que siempre que huye se dirige al sur. Acusado de más de cuarenta robos, Luis Candelas pidió clemencia a María Cristina de Borbón. «Señora, no he matado a nadie, he luchado por su hija, ¿no merezco una miradita de compasión?», escribió desde la capilla. Pero la regente, inflexible, le negó el indulto. El 6 de noviembre de 1837, en la plaza de la Cebada, el garrote vil puso fin a la vida del bandido más elegante de Madrid. Sus últimas palabras, «¡Adiós, Patria mía, sé feliz!», resonaron entre la multitud, que no sabía si llorarlo o aplaudirlo.En la Cava Baja, la taberna que lleva su nombre sigue siendo lugar de peregrinaje para guiris y castizos. Porque en Madrid, un ladrón con clase nunca muere del todo. En el corazón de Lavapiés nació Luis Candelas Cajigal un 9 de febrero de 1804, en una carpintería de la calle del Calvario que, si me apuran, ya parecía predestinada a tallar la leyenda del bandolero bueno, del noble del hampa, del tipo que fue un mito y leyenda de esa España que buscaba habichuelas debajo del cardo. Hijo de Esteban Candela y María Rigada, una pareja que no vivía mal gracias al negocio del serrucho y el martillo, el pequeño Luis no era precisamente el típico golfillo de barrio. Porque Luis tenía planta de galán, con sus patillas bien recortadas, dientes blancos que deslumbraban a las mozas y un don para el verbo que ya quisieran muchos poetas de la época. Pero, como buen madrileño , Candelas tenía el alma inquieta y un desprecio natural por los oficios mecánicos y por seguir las normas, tantas veces injustas o absurdas.Lo mandaron a los Reales Estudios de San Isidro, que no era moco de pavo, con la esperanza de que se convirtiera en un señor de provecho. Pero Luis, que ya apuntaba maneras de bandolero romántico, prefirió organizar bandas de pillastres y liarse a puñetazos con quien se le pusiera por delante. La gota que colmó el vaso fue cuando un clérigo, con más valor que juicio, le propinó una bofetada. Luis, que no era de los que se quedan quietos, le devolvió dos sopapos que resonaron hasta en la Plaza Mayor. Expulsado del colegio, se convirtió en un autodidacta de tomo y lomo, devorando libros con la misma avidez con la que luego desvalijaba bolsillos.A los quince años, cuando otros chicos soñaban con ser soldados o escribientes, Luis ya había cometido su primer robo. No era un raterillo cualquiera, no. Candelas robaba con estilo, con una delicadeza que desarmaba. Dicen que asaltaba diligencias con una reverencia, como si invitara a las damas a un baile, y que sus víctimas, más que enfadadas, quedaban medio enamoradas de aquel moreno de capa negra y modales de caballero. Su lema, que la fortuna estaba mal repartida, lo convertía en una especie de Robin Hood castizo, aunque no está del todo claro si regalaba a los pobres o se lo gastaba todo en juergas en la taberna del Tío Macaco, apodado Traganiños, en la calle de los Leones de este Madrid que hizo de Luis Candelas un mito.Noticia Relacionada Gatos que fueron tigres estandar Si Baldomera Larra, la «madre de los pobres» que estafó 22 millones de reales Alfonso J. Ussía Diseñó un sistema pionero en España que le permitía vivir a todo trapo de las estafas, similar a la estafa piramidalFormó una banda de lo más variopinta: Mariano Balseiro, Paco el Sastre, los hermanos Cusó, y un tal Librillo, entre otros, todos con más maña que moral y más cara que espalda. Se reunían en tugurios de mala muerte, planeando atracos que eran más bien obras de teatro: estafas, carterismo, asaltos a mensajerías, todo sin derramar una gota de sangre, que Luis tenía eso como dogma. Si la cosa se ponía fea, sobornaba a los carceleros o se fugaba con la facilidad de quien se escapa de una misa aburrida. Seis veces se las apañó para dejar con un palmo de narices a los guardias, y en una de esas, en la cárcel del Saladero, hasta ayudó a escapar al político Salustiano de Olózaga, que, agradecido, dicen que lo metió en la masonería. Desde entonces, Luis paseaba por Madrid con una capa negra adornada con símbolos masones, como si fuera el mismísimo Zorro.En el amor, Candelas era tan audaz como en el hurto. Se casó en 1827 con Manuela Sánchez, una viuda con más experiencia que un torero en Las Ventas, pero la luna de miel en Zamora fue un fiasco. A los pocos meses, Luis la plantó y volvió a Madrid a seguir con sus correrías. Debió ser en esa época cuando pernoctaba en los corrales de una bodega en el Parador de Rioseco, en el paseo del Muelle número 7. Así lo recuerda aún la abuela del genial José F. Peláez, ilustre pluma de esta casa de ABC, que además de ser el futuro de la prosa, es mi amigo del alma. Huyendo de la justicia tras asaltar a la modista de la reina y al embajador de Francia, Luis y Clara soñaron con escapar a Inglaterra. No llegaron más allá de Gijón, donde Clara, harta de tanto correr, dijo «hasta aquí». De vuelta a Madrid, lo atraparon en 1837 en el puente Mediana, cerca de Alcazarén, y lo llevaron a juicio. No hizo caso a Nacho Vegas que siempre que huye se dirige al sur. Acusado de más de cuarenta robos, Luis Candelas pidió clemencia a María Cristina de Borbón. «Señora, no he matado a nadie, he luchado por su hija, ¿no merezco una miradita de compasión?», escribió desde la capilla. Pero la regente, inflexible, le negó el indulto. El 6 de noviembre de 1837, en la plaza de la Cebada, el garrote vil puso fin a la vida del bandido más elegante de Madrid. Sus últimas palabras, «¡Adiós, Patria mía, sé feliz!», resonaron entre la multitud, que no sabía si llorarlo o aplaudirlo.En la Cava Baja, la taberna que lleva su nombre sigue siendo lugar de peregrinaje para guiris y castizos. Porque en Madrid, un ladrón con clase nunca muere del todo. RSS de noticias de espana
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