El fin del mundo no es un súbito fundido a negro, sino un lento transitar entre la sorpresa inicial, la incredulidad posterior y el caos definitivo . O no. Se fue la luz y España se sorprendió primero para pasar después a un estado de nervios donde todo se empezaba a parecer demasiado a la ficción. Pero en el momento en el que lo normal —un enchufe funcional, llamar a un ser querido, un café caliente— sonaba a distópico, la realidad deshizo la mentira que nos había contado el cine: la gente no quiere ver el mundo arder, solo quiere bailar. Se llenaron las terrazas de los bares, los antiguos policías de balcón se bajaron a la esquina de su calle a regular el tráfico y en las colas del autobús todo eran consejos para evitar la desesperanza. Ni saqueos, ni violencia, como mucho un poco de tensión por una garrafa de agua de cinco litros del Mercadona. Claro que hacer una película del fin del mundo —o, al menos, del fin de las comodidades modernas— y que sus protagonistas aparezcan bailando bachata en la plaza de Olavide tiene menos gracia que ponerlos a huir de unos saqueadores en un PAU, que es lo que hicieron en ‘Apagón’. «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», dicen en‘Casablanca’. Isa Peña , la guionista que mejor ha escudriñado los rincones oscuros del alma en los últimos años, escribió el caos en Madrid en la serie que ahora Movistar ha rescatado para recordarnos lo que no somos. Y no somos saqueadores, quizá solo algo dóciles. Luis Callejo es Ernesto en ‘Apagón’, con guion de Isa PeñaEl guion —la transcripción es literal— podría ser la vida de cualquiera el pasado lunes: «Ext. Calle céntrica. Madrid —Atardecer. Ernesto conduce rápido y concentrado. Hay gente parada en las aceras. Vigilantes de seguridad echan a los compradores de los comercios. Ernesto no puede evitar verse atrapado en el embotellamiento que empieza a formarse en un cruce de calles. Como muchos otros conductores toca el claxon pero es inútil: el atasco crece por momentos. Hay peatones cruzando entre los coches parados. Ernesto puede ver su cara de frustración». Lo que pasa a continuación ya sí que es ficción: La noche se acerca y no hay luz. Trata de llegar al hospital a buscar a su padre, que está conectado a una máquina. No van los teléfonos. Una mujer se acerca al protagonista , a la que despacha entre gritos. Ernesto sale en dirección contraria a toda velocidad, destroza el retrovisor de un vehículo que circulaba correctamente y casi se estampa contra la puerta trasera de otro en el que hay un niño en su sillita. «Los cuentos fueron concebidos para distraer a los adultos de sus problemas»En Madrid, el lunes, hubo menos accidentes que un 15 de agosto en la peatonalizada Puerta del Sol. Sin la seguridad de los semáforos, el caos se reguló por una especie de concordia. «No, pasa tú».Escribe Diego Doncel: «El apagón nos puso otra vez a la vista que la naturaleza de nuestra realidad es la distopía». Sí, hubo gente que tuvo que intentar llegar a la guardería a por el niño, al hospital porque las baterías del oxígeno se agotaban o que estuvo horas sin saber nada de sus padres. Y atrapados en túneles o ascensores. También, colas eternas de gente esperando un autobús a unos metros de terrazas llenas de risas. En el segundo día de ‘El colapso’, la serie francesa que Filmin trajo a España en los últimos días del confinamiento, la gente asaltaba un supermercado para llevarse lo último que quedaba. La sociedad se desmoronaba en directo y quedaba la sensación de tonto el último, que si esto ya no funciona, arrasamos con todo y nos vamos al campo. El día del apagón en España la sensación fue de que tonto era el que no estaba en las traseras de Gran Vía de ‘tardeo’ con los DJ improvisados que sacaron los altavoces al balcón. Y helados gratis del chino, que ya el congelador no retiene más frío. La noche anterior al gran apagón, Nahuel Pérez Biscayart estaba en Madrid en los premios Platino. «Con la llegada de la televisión hace más de 70 años, el espectador de cine encontró una manera más cómoda y económica para mantenerse entretenido sin demandar tanto su atención», dijo el actor argentino. Se llenaron las terrazas de los bares, y en las colas del autobús todo eran consejos para evitar la desesperanza«Y las películas se fueron modernizando para no perder a una audiencia cada vez más dispersa y ansiosa. Y así, se fueron adoptando ciertas fórmulas como la necesidad de un argumento, de un cuentito. Pero la vida no es tan así, la vida se parece más a un guion desordenado desbordante de emociones y experiencias impredecibles que a un relato estructurado con un mensaje. Los cuentos fueron concebidos con el fin de distraer a los adultos de sus problemas o de ofrecerles un resumen tranquilizador de su experiencia. Pero todos sabemos que los cuentos existen también para dormir a los niños. […] las películas deberían ser para mantenernos despiertos, para que no nos duerman ». En ‘The End’, película sobre cómo sobrevivir al fin del mundo, recién estrenada en cines, una familia vive en un búnker y los padres le cantan —es musical— «cuentitos» al niño para que no quiera salir y pueda descubrir la verdad. La verdad, por ahora sin cuentos, es que las películas nos engañaron. El fin del mundo no es una caída pespunteada; si acaso un caos controlado, un agradable día de primavera. Al menos para unos cuantos despreocupados que no tuvieron que andar kilómetros para volver a casa . Ellos eligieron salir a las calles a divertirse antes que cumplir con lo que la ficción nos había enseñado que debía hacerse en caso de un gran apagón. Claro que hay gente que algún día escribió en Tuenti eso de que «el fin del mundo nos pille bailando» y ahora, cuando el fin del mundo amagó con llegar, estaban buscando pilas para escuchar el boletín de Radio Nacional con la radio de la abuela. El fin del mundo no es un súbito fundido a negro, sino un lento transitar entre la sorpresa inicial, la incredulidad posterior y el caos definitivo . O no. Se fue la luz y España se sorprendió primero para pasar después a un estado de nervios donde todo se empezaba a parecer demasiado a la ficción. Pero en el momento en el que lo normal —un enchufe funcional, llamar a un ser querido, un café caliente— sonaba a distópico, la realidad deshizo la mentira que nos había contado el cine: la gente no quiere ver el mundo arder, solo quiere bailar. Se llenaron las terrazas de los bares, los antiguos policías de balcón se bajaron a la esquina de su calle a regular el tráfico y en las colas del autobús todo eran consejos para evitar la desesperanza. Ni saqueos, ni violencia, como mucho un poco de tensión por una garrafa de agua de cinco litros del Mercadona. Claro que hacer una película del fin del mundo —o, al menos, del fin de las comodidades modernas— y que sus protagonistas aparezcan bailando bachata en la plaza de Olavide tiene menos gracia que ponerlos a huir de unos saqueadores en un PAU, que es lo que hicieron en ‘Apagón’. «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», dicen en‘Casablanca’. Isa Peña , la guionista que mejor ha escudriñado los rincones oscuros del alma en los últimos años, escribió el caos en Madrid en la serie que ahora Movistar ha rescatado para recordarnos lo que no somos. Y no somos saqueadores, quizá solo algo dóciles. Luis Callejo es Ernesto en ‘Apagón’, con guion de Isa PeñaEl guion —la transcripción es literal— podría ser la vida de cualquiera el pasado lunes: «Ext. Calle céntrica. Madrid —Atardecer. Ernesto conduce rápido y concentrado. Hay gente parada en las aceras. Vigilantes de seguridad echan a los compradores de los comercios. Ernesto no puede evitar verse atrapado en el embotellamiento que empieza a formarse en un cruce de calles. Como muchos otros conductores toca el claxon pero es inútil: el atasco crece por momentos. Hay peatones cruzando entre los coches parados. Ernesto puede ver su cara de frustración». Lo que pasa a continuación ya sí que es ficción: La noche se acerca y no hay luz. Trata de llegar al hospital a buscar a su padre, que está conectado a una máquina. No van los teléfonos. Una mujer se acerca al protagonista , a la que despacha entre gritos. Ernesto sale en dirección contraria a toda velocidad, destroza el retrovisor de un vehículo que circulaba correctamente y casi se estampa contra la puerta trasera de otro en el que hay un niño en su sillita. «Los cuentos fueron concebidos para distraer a los adultos de sus problemas»En Madrid, el lunes, hubo menos accidentes que un 15 de agosto en la peatonalizada Puerta del Sol. Sin la seguridad de los semáforos, el caos se reguló por una especie de concordia. «No, pasa tú».Escribe Diego Doncel: «El apagón nos puso otra vez a la vista que la naturaleza de nuestra realidad es la distopía». Sí, hubo gente que tuvo que intentar llegar a la guardería a por el niño, al hospital porque las baterías del oxígeno se agotaban o que estuvo horas sin saber nada de sus padres. Y atrapados en túneles o ascensores. También, colas eternas de gente esperando un autobús a unos metros de terrazas llenas de risas. En el segundo día de ‘El colapso’, la serie francesa que Filmin trajo a España en los últimos días del confinamiento, la gente asaltaba un supermercado para llevarse lo último que quedaba. La sociedad se desmoronaba en directo y quedaba la sensación de tonto el último, que si esto ya no funciona, arrasamos con todo y nos vamos al campo. El día del apagón en España la sensación fue de que tonto era el que no estaba en las traseras de Gran Vía de ‘tardeo’ con los DJ improvisados que sacaron los altavoces al balcón. Y helados gratis del chino, que ya el congelador no retiene más frío. La noche anterior al gran apagón, Nahuel Pérez Biscayart estaba en Madrid en los premios Platino. «Con la llegada de la televisión hace más de 70 años, el espectador de cine encontró una manera más cómoda y económica para mantenerse entretenido sin demandar tanto su atención», dijo el actor argentino. Se llenaron las terrazas de los bares, y en las colas del autobús todo eran consejos para evitar la desesperanza«Y las películas se fueron modernizando para no perder a una audiencia cada vez más dispersa y ansiosa. Y así, se fueron adoptando ciertas fórmulas como la necesidad de un argumento, de un cuentito. Pero la vida no es tan así, la vida se parece más a un guion desordenado desbordante de emociones y experiencias impredecibles que a un relato estructurado con un mensaje. Los cuentos fueron concebidos con el fin de distraer a los adultos de sus problemas o de ofrecerles un resumen tranquilizador de su experiencia. Pero todos sabemos que los cuentos existen también para dormir a los niños. […] las películas deberían ser para mantenernos despiertos, para que no nos duerman ». En ‘The End’, película sobre cómo sobrevivir al fin del mundo, recién estrenada en cines, una familia vive en un búnker y los padres le cantan —es musical— «cuentitos» al niño para que no quiera salir y pueda descubrir la verdad. La verdad, por ahora sin cuentos, es que las películas nos engañaron. El fin del mundo no es una caída pespunteada; si acaso un caos controlado, un agradable día de primavera. Al menos para unos cuantos despreocupados que no tuvieron que andar kilómetros para volver a casa . Ellos eligieron salir a las calles a divertirse antes que cumplir con lo que la ficción nos había enseñado que debía hacerse en caso de un gran apagón. Claro que hay gente que algún día escribió en Tuenti eso de que «el fin del mundo nos pille bailando» y ahora, cuando el fin del mundo amagó con llegar, estaban buscando pilas para escuchar el boletín de Radio Nacional con la radio de la abuela. El fin del mundo no es un súbito fundido a negro, sino un lento transitar entre la sorpresa inicial, la incredulidad posterior y el caos definitivo . O no. Se fue la luz y España se sorprendió primero para pasar después a un estado de nervios donde todo se empezaba a parecer demasiado a la ficción. Pero en el momento en el que lo normal —un enchufe funcional, llamar a un ser querido, un café caliente— sonaba a distópico, la realidad deshizo la mentira que nos había contado el cine: la gente no quiere ver el mundo arder, solo quiere bailar. Se llenaron las terrazas de los bares, los antiguos policías de balcón se bajaron a la esquina de su calle a regular el tráfico y en las colas del autobús todo eran consejos para evitar la desesperanza. Ni saqueos, ni violencia, como mucho un poco de tensión por una garrafa de agua de cinco litros del Mercadona. Claro que hacer una película del fin del mundo —o, al menos, del fin de las comodidades modernas— y que sus protagonistas aparezcan bailando bachata en la plaza de Olavide tiene menos gracia que ponerlos a huir de unos saqueadores en un PAU, que es lo que hicieron en ‘Apagón’. «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», dicen en‘Casablanca’. Isa Peña , la guionista que mejor ha escudriñado los rincones oscuros del alma en los últimos años, escribió el caos en Madrid en la serie que ahora Movistar ha rescatado para recordarnos lo que no somos. Y no somos saqueadores, quizá solo algo dóciles. Luis Callejo es Ernesto en ‘Apagón’, con guion de Isa PeñaEl guion —la transcripción es literal— podría ser la vida de cualquiera el pasado lunes: «Ext. Calle céntrica. Madrid —Atardecer. Ernesto conduce rápido y concentrado. Hay gente parada en las aceras. Vigilantes de seguridad echan a los compradores de los comercios. Ernesto no puede evitar verse atrapado en el embotellamiento que empieza a formarse en un cruce de calles. Como muchos otros conductores toca el claxon pero es inútil: el atasco crece por momentos. Hay peatones cruzando entre los coches parados. Ernesto puede ver su cara de frustración». Lo que pasa a continuación ya sí que es ficción: La noche se acerca y no hay luz. Trata de llegar al hospital a buscar a su padre, que está conectado a una máquina. No van los teléfonos. Una mujer se acerca al protagonista , a la que despacha entre gritos. Ernesto sale en dirección contraria a toda velocidad, destroza el retrovisor de un vehículo que circulaba correctamente y casi se estampa contra la puerta trasera de otro en el que hay un niño en su sillita. «Los cuentos fueron concebidos para distraer a los adultos de sus problemas»En Madrid, el lunes, hubo menos accidentes que un 15 de agosto en la peatonalizada Puerta del Sol. Sin la seguridad de los semáforos, el caos se reguló por una especie de concordia. «No, pasa tú».Escribe Diego Doncel: «El apagón nos puso otra vez a la vista que la naturaleza de nuestra realidad es la distopía». Sí, hubo gente que tuvo que intentar llegar a la guardería a por el niño, al hospital porque las baterías del oxígeno se agotaban o que estuvo horas sin saber nada de sus padres. Y atrapados en túneles o ascensores. También, colas eternas de gente esperando un autobús a unos metros de terrazas llenas de risas. En el segundo día de ‘El colapso’, la serie francesa que Filmin trajo a España en los últimos días del confinamiento, la gente asaltaba un supermercado para llevarse lo último que quedaba. La sociedad se desmoronaba en directo y quedaba la sensación de tonto el último, que si esto ya no funciona, arrasamos con todo y nos vamos al campo. El día del apagón en España la sensación fue de que tonto era el que no estaba en las traseras de Gran Vía de ‘tardeo’ con los DJ improvisados que sacaron los altavoces al balcón. Y helados gratis del chino, que ya el congelador no retiene más frío. La noche anterior al gran apagón, Nahuel Pérez Biscayart estaba en Madrid en los premios Platino. «Con la llegada de la televisión hace más de 70 años, el espectador de cine encontró una manera más cómoda y económica para mantenerse entretenido sin demandar tanto su atención», dijo el actor argentino. Se llenaron las terrazas de los bares, y en las colas del autobús todo eran consejos para evitar la desesperanza«Y las películas se fueron modernizando para no perder a una audiencia cada vez más dispersa y ansiosa. Y así, se fueron adoptando ciertas fórmulas como la necesidad de un argumento, de un cuentito. Pero la vida no es tan así, la vida se parece más a un guion desordenado desbordante de emociones y experiencias impredecibles que a un relato estructurado con un mensaje. Los cuentos fueron concebidos con el fin de distraer a los adultos de sus problemas o de ofrecerles un resumen tranquilizador de su experiencia. Pero todos sabemos que los cuentos existen también para dormir a los niños. […] las películas deberían ser para mantenernos despiertos, para que no nos duerman ». En ‘The End’, película sobre cómo sobrevivir al fin del mundo, recién estrenada en cines, una familia vive en un búnker y los padres le cantan —es musical— «cuentitos» al niño para que no quiera salir y pueda descubrir la verdad. La verdad, por ahora sin cuentos, es que las películas nos engañaron. El fin del mundo no es una caída pespunteada; si acaso un caos controlado, un agradable día de primavera. Al menos para unos cuantos despreocupados que no tuvieron que andar kilómetros para volver a casa . Ellos eligieron salir a las calles a divertirse antes que cumplir con lo que la ficción nos había enseñado que debía hacerse en caso de un gran apagón. Claro que hay gente que algún día escribió en Tuenti eso de que «el fin del mundo nos pille bailando» y ahora, cuando el fin del mundo amagó con llegar, estaban buscando pilas para escuchar el boletín de Radio Nacional con la radio de la abuela. RSS de noticias de cultura
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