Basta con llegar a Bangkok para darse cuenta de hasta qué punto los europeos vivimos colapsados de arrogancia. No es un extranjero, no es un extraño, nadie nos había hecho nunca nada tan denigrante como lo que nosotros mismos nos hacemos. Somos los verdugos y la cabeza rodando en el cadalso. Esta pedantería. Este tenerlo todo y no amar nada.Este vivir permanentemente asqueados. Lo caro que es todo y la poca calidad que ofrecemos a cambio, las ciudades sucias, hartas de sí mismas; las pocas ganas de trabajar. En Bangkok los salarios son más bajos pero no hay hambre. No todos viven igual de bien y algunos van al límite pero van. Todos tienen un propósito, un afán. La chef Pam, hija de billonarios, trabaja 14 horas al día en su dos estrellas Michelin. ¿Alguien sabe de qué trabaja el hijo de Isak Andic? Bueno, y suerte que no trabaja. La última vez casi acaba con Mango. En Bangkok todo el mundo sabe que hay que trabajar. Y trabajar mucho, y trabajar bien, y trabajar siempre, y trabajar amable. Los clientes son el centro y todos entienden que son los que garantizan los derechos de los trabajadores, y no al revés. El chef Ice, de Sorn, el más delicado restaurante de la ciudad de Asia, tres estrellas Michelin, ídolo como aquí lo es Ferran Adrià, nos explica que al principio cerraba su restaurante dos días y seguidos, por respeto a sus trabajadores, pero que a las pocas semanas fueron los propios trabajadores los que le hicieron ver que la mejor manera de respetarlos era descansar sólo un día para que pudieran ganar más y criar mejor a sus familias. Estos son los derechos de los que aún no se han rendido, de los que todavía aspiran a algo: el derecho de trabajar, que es un deber; mientras en Europa sólo existe el derecho de descansar, que además es una estafa porque la economía no crece, la inflación se dispara y a pesar de que los salarios son más altos, todo lo demás es tan caro que el sentimiento general es la frustración de que a nadie le llega para nada. ¿Qué esperabais? Todo abierto contra todo cerrado. Trabajar contra el descanso.En Europa nos hemos cansado hasta de vivir bien y estamos desbarrando. Nada nos parece suficiente. Parecemos una orgía que se volvió sangrienta porque nos aburríamos, queríamos más y se nos fue la mano. No sabemos cómo excitarnos sin hacernos daño. Decimos tonterías. Estamos totalmente convencidos de cosas que sin embargo ignoramos. Hemos enfermado de un exceso de excedente, de tanto bienestar sin esfuerzo, de premio sin mérito. Los impuestos invalidantes, la descortesía, el gato por liebre, la violencia con que nos tratamos. Todo esto no existe en Bangkok, que tiene muchas capas de historia superpuestas pero siempre hay algo que está a punto de empezar y tal vez por eso es que se mantiene joven, imaginativa, fresca. Tailandia nunca ha sido invadida y las calles de su enorme capital, 13 millones de habitantes, están limpias y no porque haya muchas papeleras, que por cierto no las hay y es a veces un fastidio, sino porque la gente es limpia. No hay inseguridad. Puedes dejar en tu mesa el móvil o una bolsa de Hermès e ir al baño y nadie va a robarte. Puedes ir sola y de noche por la calle. En los barrios de la prostitución –que existen, sí, y son deprimentes– el producto es local pero los consumidores son todos occidentales. Otro síntoma de lo que somos, tanto en casa como cuando viajamos. En el avión de regreso a España me siento como un militante comunista de la Alemania Democrática después de ver por primera vez la vida más allá del Muro. Hemos colapsado como civilización, como sistema. Mira Francia. Fuimos la cuna del mundo pero nos hemos convertido en nuestro féretro. Sin la insistencia y la invitación de mi querido amigo yo nunca habría ido a Bangkok y habría permanecido en mis comentarios despectivos sobre Asia desde la superioridad moral de Occidente. Tuvimos esta superioridad mientras mantuvimos una cierta tensión espiritual, que al final era un modo de comprometerse con uno mismo y los demás. Hoy casi nadie recuerda que somos fruto de que todo un Dios sacrificó por nosotros a su hijo. Es más, ni nos impresiona el sacrificio de un hijo. Derechos, derechos. Basta con ver cómo tratamos a los nuestros. Basta con llegar a Bangkok para darse cuenta de hasta qué punto los europeos vivimos colapsados de arrogancia. No es un extranjero, no es un extraño, nadie nos había hecho nunca nada tan denigrante como lo que nosotros mismos nos hacemos. Somos los verdugos y la cabeza rodando en el cadalso. Esta pedantería. Este tenerlo todo y no amar nada.Este vivir permanentemente asqueados. Lo caro que es todo y la poca calidad que ofrecemos a cambio, las ciudades sucias, hartas de sí mismas; las pocas ganas de trabajar. En Bangkok los salarios son más bajos pero no hay hambre. No todos viven igual de bien y algunos van al límite pero van. Todos tienen un propósito, un afán. La chef Pam, hija de billonarios, trabaja 14 horas al día en su dos estrellas Michelin. ¿Alguien sabe de qué trabaja el hijo de Isak Andic? Bueno, y suerte que no trabaja. La última vez casi acaba con Mango. En Bangkok todo el mundo sabe que hay que trabajar. Y trabajar mucho, y trabajar bien, y trabajar siempre, y trabajar amable. Los clientes son el centro y todos entienden que son los que garantizan los derechos de los trabajadores, y no al revés. El chef Ice, de Sorn, el más delicado restaurante de la ciudad de Asia, tres estrellas Michelin, ídolo como aquí lo es Ferran Adrià, nos explica que al principio cerraba su restaurante dos días y seguidos, por respeto a sus trabajadores, pero que a las pocas semanas fueron los propios trabajadores los que le hicieron ver que la mejor manera de respetarlos era descansar sólo un día para que pudieran ganar más y criar mejor a sus familias. Estos son los derechos de los que aún no se han rendido, de los que todavía aspiran a algo: el derecho de trabajar, que es un deber; mientras en Europa sólo existe el derecho de descansar, que además es una estafa porque la economía no crece, la inflación se dispara y a pesar de que los salarios son más altos, todo lo demás es tan caro que el sentimiento general es la frustración de que a nadie le llega para nada. ¿Qué esperabais? Todo abierto contra todo cerrado. Trabajar contra el descanso.En Europa nos hemos cansado hasta de vivir bien y estamos desbarrando. Nada nos parece suficiente. Parecemos una orgía que se volvió sangrienta porque nos aburríamos, queríamos más y se nos fue la mano. No sabemos cómo excitarnos sin hacernos daño. Decimos tonterías. Estamos totalmente convencidos de cosas que sin embargo ignoramos. Hemos enfermado de un exceso de excedente, de tanto bienestar sin esfuerzo, de premio sin mérito. Los impuestos invalidantes, la descortesía, el gato por liebre, la violencia con que nos tratamos. Todo esto no existe en Bangkok, que tiene muchas capas de historia superpuestas pero siempre hay algo que está a punto de empezar y tal vez por eso es que se mantiene joven, imaginativa, fresca. Tailandia nunca ha sido invadida y las calles de su enorme capital, 13 millones de habitantes, están limpias y no porque haya muchas papeleras, que por cierto no las hay y es a veces un fastidio, sino porque la gente es limpia. No hay inseguridad. Puedes dejar en tu mesa el móvil o una bolsa de Hermès e ir al baño y nadie va a robarte. Puedes ir sola y de noche por la calle. En los barrios de la prostitución –que existen, sí, y son deprimentes– el producto es local pero los consumidores son todos occidentales. Otro síntoma de lo que somos, tanto en casa como cuando viajamos. En el avión de regreso a España me siento como un militante comunista de la Alemania Democrática después de ver por primera vez la vida más allá del Muro. Hemos colapsado como civilización, como sistema. Mira Francia. Fuimos la cuna del mundo pero nos hemos convertido en nuestro féretro. Sin la insistencia y la invitación de mi querido amigo yo nunca habría ido a Bangkok y habría permanecido en mis comentarios despectivos sobre Asia desde la superioridad moral de Occidente. Tuvimos esta superioridad mientras mantuvimos una cierta tensión espiritual, que al final era un modo de comprometerse con uno mismo y los demás. Hoy casi nadie recuerda que somos fruto de que todo un Dios sacrificó por nosotros a su hijo. Es más, ni nos impresiona el sacrificio de un hijo. Derechos, derechos. Basta con ver cómo tratamos a los nuestros. Basta con llegar a Bangkok para darse cuenta de hasta qué punto los europeos vivimos colapsados de arrogancia. No es un extranjero, no es un extraño, nadie nos había hecho nunca nada tan denigrante como lo que nosotros mismos nos hacemos. Somos los verdugos y la cabeza rodando en el cadalso. Esta pedantería. Este tenerlo todo y no amar nada.Este vivir permanentemente asqueados. Lo caro que es todo y la poca calidad que ofrecemos a cambio, las ciudades sucias, hartas de sí mismas; las pocas ganas de trabajar. En Bangkok los salarios son más bajos pero no hay hambre. No todos viven igual de bien y algunos van al límite pero van. Todos tienen un propósito, un afán. La chef Pam, hija de billonarios, trabaja 14 horas al día en su dos estrellas Michelin. ¿Alguien sabe de qué trabaja el hijo de Isak Andic? Bueno, y suerte que no trabaja. La última vez casi acaba con Mango. En Bangkok todo el mundo sabe que hay que trabajar. Y trabajar mucho, y trabajar bien, y trabajar siempre, y trabajar amable. Los clientes son el centro y todos entienden que son los que garantizan los derechos de los trabajadores, y no al revés. El chef Ice, de Sorn, el más delicado restaurante de la ciudad de Asia, tres estrellas Michelin, ídolo como aquí lo es Ferran Adrià, nos explica que al principio cerraba su restaurante dos días y seguidos, por respeto a sus trabajadores, pero que a las pocas semanas fueron los propios trabajadores los que le hicieron ver que la mejor manera de respetarlos era descansar sólo un día para que pudieran ganar más y criar mejor a sus familias. Estos son los derechos de los que aún no se han rendido, de los que todavía aspiran a algo: el derecho de trabajar, que es un deber; mientras en Europa sólo existe el derecho de descansar, que además es una estafa porque la economía no crece, la inflación se dispara y a pesar de que los salarios son más altos, todo lo demás es tan caro que el sentimiento general es la frustración de que a nadie le llega para nada. ¿Qué esperabais? Todo abierto contra todo cerrado. Trabajar contra el descanso.En Europa nos hemos cansado hasta de vivir bien y estamos desbarrando. Nada nos parece suficiente. Parecemos una orgía que se volvió sangrienta porque nos aburríamos, queríamos más y se nos fue la mano. No sabemos cómo excitarnos sin hacernos daño. Decimos tonterías. Estamos totalmente convencidos de cosas que sin embargo ignoramos. Hemos enfermado de un exceso de excedente, de tanto bienestar sin esfuerzo, de premio sin mérito. Los impuestos invalidantes, la descortesía, el gato por liebre, la violencia con que nos tratamos. Todo esto no existe en Bangkok, que tiene muchas capas de historia superpuestas pero siempre hay algo que está a punto de empezar y tal vez por eso es que se mantiene joven, imaginativa, fresca. Tailandia nunca ha sido invadida y las calles de su enorme capital, 13 millones de habitantes, están limpias y no porque haya muchas papeleras, que por cierto no las hay y es a veces un fastidio, sino porque la gente es limpia. No hay inseguridad. Puedes dejar en tu mesa el móvil o una bolsa de Hermès e ir al baño y nadie va a robarte. Puedes ir sola y de noche por la calle. En los barrios de la prostitución –que existen, sí, y son deprimentes– el producto es local pero los consumidores son todos occidentales. Otro síntoma de lo que somos, tanto en casa como cuando viajamos. En el avión de regreso a España me siento como un militante comunista de la Alemania Democrática después de ver por primera vez la vida más allá del Muro. Hemos colapsado como civilización, como sistema. Mira Francia. Fuimos la cuna del mundo pero nos hemos convertido en nuestro féretro. Sin la insistencia y la invitación de mi querido amigo yo nunca habría ido a Bangkok y habría permanecido en mis comentarios despectivos sobre Asia desde la superioridad moral de Occidente. Tuvimos esta superioridad mientras mantuvimos una cierta tensión espiritual, que al final era un modo de comprometerse con uno mismo y los demás. Hoy casi nadie recuerda que somos fruto de que todo un Dios sacrificó por nosotros a su hijo. Es más, ni nos impresiona el sacrificio de un hijo. Derechos, derechos. Basta con ver cómo tratamos a los nuestros. RSS de noticias de cultura
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