Odio recibir en casa, es mi casa, es mi intimidad, y la de mi hija; para recibir están los restaurantes, pero la esposa muy de izquierdas de un querido amigo me dice que no puedo escribir una serie veraniega de artículos sin organizar una cena en mi terraza. Es verdad que esta terraza con la Sagrada Familia y el mar, el Tibidabo y el hotel Vela, es magnífica, pero sólo durante las restricciones del Covid se me ocurrió abrirla a mis amigos y luego ya poco más, por no decir nada.Y llegan y tal, somos seis, toda la tarde he estado disgustado pensando en este momento, hasta las ocho he intentado que cuajara la idea de ir a un restaurante, que para eso se hicieron, como un espacio neutro en el que a la vez todo el mundo se pueda sentir en casa, y bueno, una vez se sientan y con el champán servido pienso no es tan desagradable y a las nueve pregunto qué quieren para cenar, y la esposa muy de izquierdas de mi amigo me pregunta de vuelta qué he preparado y respondo: «Nada».—¿Cómo que nada?—Una cosa es que vengáis pero yo ni sé cocinar ni me gusta y me molesta que las cocinas de las casas huelan a comida. Me molestan -creo que es lo que más me molesta, y por eso no voy nunca a las casas de los demás- los edificios ‘à l’heure où la cour interne unit, par l’arome, les diners’. Lo digo en francés porque me da menos asco y también porque es así como Jaime lo escribe en su diario.—Pero entonces ¿qué vamos a cenar?—Lo que vosotros queráis me lo decís y yo lo pido por Glovo.—Estoy en contra de Glovo, me niego a comer de Glovo, es una empresa que explota a sus trabajadores.Los demás piden, y como sé que a ella le gusta la pasta de Tramonti le pido unos tallarines con langosta. Van llegando los repartidores con los distintos pedidos, hasta que a una vecina ya muy mayor se le cae una botella de agua y en el momento de ir a buscar una fregona el último repartidor ha salido del ascensor y ha resbalado y se ha hecho daño en el tobillo.Le digo que entre en casa, uno de los invitados es médico, mira su tobillo, no es nada, le aplica una pomada y luego frío; nos dice que somos su último servicio del día, lo vemos majo y para favorecer el reposo que el médico le prescribe le pedimos que se quede con nosotros a cenar. La esposa de izquierdas le sale enseguida con lo que de que es un explotado, con esa imprudencia tan gauchista de pensar que todo el mundo se siente cómodo y no insultado en el papel de víctima: «Yo para empezar me llamo José María, tengo 47 años y nadie me obliga a hacer este trabajo. Podría trabajar en un almacén o una oficina, o en la construcción, pero me gusta éste, interactuar con la gente, me veo jubilado como repartidor».—Que usted no sé de cuenta que le están explotando no significa que no le estén explotando.—¿De verdad me dice eso, señora? Yo sabré lo que me hacen, y lo que me gusta que me hagan, ¿no? Cobro el salario mínimo, más un plus por mi vehículo, que en mi caso es una bicicleta eléctrica, otro plus por kilometraje y otro plus por lo que en mi empresa se llama ‘unidad de obra’ y que viene a ser un plus por servicio realizado. No exactamente un plus por cada servicio, sino que cuantos más servicios, más plus cobro en un periodo de tiempo. En total, entre 1.700 y 1.900 euros al mes.—Pero a cambio de trabajar todo el día.—No, trabajo de 13 a 16 y de 20 a 24 y hago entre tres y cuatro servicios por hora. 38 horas a la semana y dos días de fiesta seguidos. Hoy estoy sustituyendo a un compañero unas horas, por eso acabo antes.—Pues igual ahora ha mejorado, pero antes cuando les tenían como autónomos no me diga que no estaban explotados.—Pues claro que se lo digo, antes era mucho mejor porque trabajaba las horas que quería, dependía de mí lo que ganaba. Ahora trabajo menos, gano menos y salgo más caro a mi empresa, que a su vez puede tener menos repartidores y los encargos acaban llegando más tarde al cliente. Yo como obrero estoy harto de los que hablan en mi nombre y sólo hacen que perjudicarme. Su tobillo ha mejorado. Mi humor también. Acabada la cena le pregunto qué quiere beber y me dice que pacharán, «pero no tendrás», y le respondo «¿cómo que no tendré?» y pido dos botellas por Glovo. Odio recibir en casa, es mi casa, es mi intimidad, y la de mi hija; para recibir están los restaurantes, pero la esposa muy de izquierdas de un querido amigo me dice que no puedo escribir una serie veraniega de artículos sin organizar una cena en mi terraza. Es verdad que esta terraza con la Sagrada Familia y el mar, el Tibidabo y el hotel Vela, es magnífica, pero sólo durante las restricciones del Covid se me ocurrió abrirla a mis amigos y luego ya poco más, por no decir nada.Y llegan y tal, somos seis, toda la tarde he estado disgustado pensando en este momento, hasta las ocho he intentado que cuajara la idea de ir a un restaurante, que para eso se hicieron, como un espacio neutro en el que a la vez todo el mundo se pueda sentir en casa, y bueno, una vez se sientan y con el champán servido pienso no es tan desagradable y a las nueve pregunto qué quieren para cenar, y la esposa muy de izquierdas de mi amigo me pregunta de vuelta qué he preparado y respondo: «Nada».—¿Cómo que nada?—Una cosa es que vengáis pero yo ni sé cocinar ni me gusta y me molesta que las cocinas de las casas huelan a comida. Me molestan -creo que es lo que más me molesta, y por eso no voy nunca a las casas de los demás- los edificios ‘à l’heure où la cour interne unit, par l’arome, les diners’. Lo digo en francés porque me da menos asco y también porque es así como Jaime lo escribe en su diario.—Pero entonces ¿qué vamos a cenar?—Lo que vosotros queráis me lo decís y yo lo pido por Glovo.—Estoy en contra de Glovo, me niego a comer de Glovo, es una empresa que explota a sus trabajadores.Los demás piden, y como sé que a ella le gusta la pasta de Tramonti le pido unos tallarines con langosta. Van llegando los repartidores con los distintos pedidos, hasta que a una vecina ya muy mayor se le cae una botella de agua y en el momento de ir a buscar una fregona el último repartidor ha salido del ascensor y ha resbalado y se ha hecho daño en el tobillo.Le digo que entre en casa, uno de los invitados es médico, mira su tobillo, no es nada, le aplica una pomada y luego frío; nos dice que somos su último servicio del día, lo vemos majo y para favorecer el reposo que el médico le prescribe le pedimos que se quede con nosotros a cenar. La esposa de izquierdas le sale enseguida con lo que de que es un explotado, con esa imprudencia tan gauchista de pensar que todo el mundo se siente cómodo y no insultado en el papel de víctima: «Yo para empezar me llamo José María, tengo 47 años y nadie me obliga a hacer este trabajo. Podría trabajar en un almacén o una oficina, o en la construcción, pero me gusta éste, interactuar con la gente, me veo jubilado como repartidor».—Que usted no sé de cuenta que le están explotando no significa que no le estén explotando.—¿De verdad me dice eso, señora? Yo sabré lo que me hacen, y lo que me gusta que me hagan, ¿no? Cobro el salario mínimo, más un plus por mi vehículo, que en mi caso es una bicicleta eléctrica, otro plus por kilometraje y otro plus por lo que en mi empresa se llama ‘unidad de obra’ y que viene a ser un plus por servicio realizado. No exactamente un plus por cada servicio, sino que cuantos más servicios, más plus cobro en un periodo de tiempo. En total, entre 1.700 y 1.900 euros al mes.—Pero a cambio de trabajar todo el día.—No, trabajo de 13 a 16 y de 20 a 24 y hago entre tres y cuatro servicios por hora. 38 horas a la semana y dos días de fiesta seguidos. Hoy estoy sustituyendo a un compañero unas horas, por eso acabo antes.—Pues igual ahora ha mejorado, pero antes cuando les tenían como autónomos no me diga que no estaban explotados.—Pues claro que se lo digo, antes era mucho mejor porque trabajaba las horas que quería, dependía de mí lo que ganaba. Ahora trabajo menos, gano menos y salgo más caro a mi empresa, que a su vez puede tener menos repartidores y los encargos acaban llegando más tarde al cliente. Yo como obrero estoy harto de los que hablan en mi nombre y sólo hacen que perjudicarme. Su tobillo ha mejorado. Mi humor también. Acabada la cena le pregunto qué quiere beber y me dice que pacharán, «pero no tendrás», y le respondo «¿cómo que no tendré?» y pido dos botellas por Glovo. Odio recibir en casa, es mi casa, es mi intimidad, y la de mi hija; para recibir están los restaurantes, pero la esposa muy de izquierdas de un querido amigo me dice que no puedo escribir una serie veraniega de artículos sin organizar una cena en mi terraza. Es verdad que esta terraza con la Sagrada Familia y el mar, el Tibidabo y el hotel Vela, es magnífica, pero sólo durante las restricciones del Covid se me ocurrió abrirla a mis amigos y luego ya poco más, por no decir nada.Y llegan y tal, somos seis, toda la tarde he estado disgustado pensando en este momento, hasta las ocho he intentado que cuajara la idea de ir a un restaurante, que para eso se hicieron, como un espacio neutro en el que a la vez todo el mundo se pueda sentir en casa, y bueno, una vez se sientan y con el champán servido pienso no es tan desagradable y a las nueve pregunto qué quieren para cenar, y la esposa muy de izquierdas de mi amigo me pregunta de vuelta qué he preparado y respondo: «Nada».—¿Cómo que nada?—Una cosa es que vengáis pero yo ni sé cocinar ni me gusta y me molesta que las cocinas de las casas huelan a comida. Me molestan -creo que es lo que más me molesta, y por eso no voy nunca a las casas de los demás- los edificios ‘à l’heure où la cour interne unit, par l’arome, les diners’. Lo digo en francés porque me da menos asco y también porque es así como Jaime lo escribe en su diario.—Pero entonces ¿qué vamos a cenar?—Lo que vosotros queráis me lo decís y yo lo pido por Glovo.—Estoy en contra de Glovo, me niego a comer de Glovo, es una empresa que explota a sus trabajadores.Los demás piden, y como sé que a ella le gusta la pasta de Tramonti le pido unos tallarines con langosta. Van llegando los repartidores con los distintos pedidos, hasta que a una vecina ya muy mayor se le cae una botella de agua y en el momento de ir a buscar una fregona el último repartidor ha salido del ascensor y ha resbalado y se ha hecho daño en el tobillo.Le digo que entre en casa, uno de los invitados es médico, mira su tobillo, no es nada, le aplica una pomada y luego frío; nos dice que somos su último servicio del día, lo vemos majo y para favorecer el reposo que el médico le prescribe le pedimos que se quede con nosotros a cenar. La esposa de izquierdas le sale enseguida con lo que de que es un explotado, con esa imprudencia tan gauchista de pensar que todo el mundo se siente cómodo y no insultado en el papel de víctima: «Yo para empezar me llamo José María, tengo 47 años y nadie me obliga a hacer este trabajo. Podría trabajar en un almacén o una oficina, o en la construcción, pero me gusta éste, interactuar con la gente, me veo jubilado como repartidor».—Que usted no sé de cuenta que le están explotando no significa que no le estén explotando.—¿De verdad me dice eso, señora? Yo sabré lo que me hacen, y lo que me gusta que me hagan, ¿no? Cobro el salario mínimo, más un plus por mi vehículo, que en mi caso es una bicicleta eléctrica, otro plus por kilometraje y otro plus por lo que en mi empresa se llama ‘unidad de obra’ y que viene a ser un plus por servicio realizado. No exactamente un plus por cada servicio, sino que cuantos más servicios, más plus cobro en un periodo de tiempo. En total, entre 1.700 y 1.900 euros al mes.—Pero a cambio de trabajar todo el día.—No, trabajo de 13 a 16 y de 20 a 24 y hago entre tres y cuatro servicios por hora. 38 horas a la semana y dos días de fiesta seguidos. Hoy estoy sustituyendo a un compañero unas horas, por eso acabo antes.—Pues igual ahora ha mejorado, pero antes cuando les tenían como autónomos no me diga que no estaban explotados.—Pues claro que se lo digo, antes era mucho mejor porque trabajaba las horas que quería, dependía de mí lo que ganaba. Ahora trabajo menos, gano menos y salgo más caro a mi empresa, que a su vez puede tener menos repartidores y los encargos acaban llegando más tarde al cliente. Yo como obrero estoy harto de los que hablan en mi nombre y sólo hacen que perjudicarme. Su tobillo ha mejorado. Mi humor también. Acabada la cena le pregunto qué quiere beber y me dice que pacharán, «pero no tendrás», y le respondo «¿cómo que no tendré?» y pido dos botellas por Glovo. RSS de noticias de cultura
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