Espero que estés bien. Te escribo desde las Islas Vírgenes Británicas, en la isla de Peter, un trozo de tierra frente a Tórtola. El sol, que sale por la cara de allí, tras el vendaval de la isla, una zona agreste de palmeras sacudidas por el viento, se pone ahora sobre el Canal de Drake, en una dulzura de madreselvas, manglares y árboles flamboyanes, verdes y salpicados de un naranja denso, profundo y tropical. El mar parece de mercurio de tan manso, a esta hora. Aquí estaría la ‘Isla del tesoro’ de la famosa novela de Robert Louis Stevenson , que –¿sabes?–, nunca estuvo aquí. Vivió la mayor parte de su vida en Londres y se trasladó a Samoa, pero este archipiélago lo escribió de oídas, imaginando sobre los mapas los lugares en los que no había estado. Para visitar el mundo, tal vez baste, como contaba Alcántara, con un balcón y la luna apátrida. Pescamos peces tigre sobre el arrecife y bajamos a pulmón raseando los corales, los pulpos y los meros, y te juro que esta tierra es cierta porque aparecía en el libro, y no al revés. Pensarás que es una tontería pero creo que fue el libro lo que hizo ciertas a estas islas en leyendas que nos hicieron soñar con la posada del Almirante Benbow y en canciones de leyenda. Aquello que tengo enfrente, ese pedrusco que el anochecer desintegra en colores pardos, es el famoso Pecho o Cofre del muerto. Aquí le dicen el Deadman’s Chest, el Pecho del muerto, por la forma que tiene del tórax de un hombre sin cabeza. En la versión española le dijeron el Cofre del muerto por la polisemia de la palabra ‘chest’, pero yo ahí veo un hombre tendido boca arriba, y no un baúl. Recordarás aquella canción que rezaba «Quince hombres sobre el cofre del muerto, y una botella de ron». Cuentan que en castigo por alguna trastada, el temible pirata Barbanegra abandonó allí a quince marineros sin agua dulce y con la única compañía de una botella de ron y una espada. Volvió un mes después y sobrevivían algunos de ellos, comidos por la sed y un sol que no conoce la misericordia. Por supuesto, se cree que la historia se la inventó Stevenson para su novela, en 1883, aunque yo siento un escalofrío cuando los imagino esperando la muerte sobre las rocas o devorados por los tiburones y llevados por el agua mientras intentaban alcanzar a esta playa. Aquí las corrientes son terribles y podrían llevarse un petrolero. Hemos intentado sin éxito llegar a la isla de Jost Van Dyke , que está a Poniente de Tórtola, y no pudimos alcanzarla por el viento que llevábamos de proa pese a que ceñíamos como el mismísimo demonio y metíamos la regala en el agua. En Jost Van Dyke solo hay un bar, pero qué bar. La gente de aquí, que se dedica a mover fortunas, navega hasta la isla a emputecerse y cogen cada pajarraca de cuidado en una juerga con música Calypso, flores y arrime de cebolleta que me he perdido por el jodido viento de proa. A cambio he tenido tiempo de escribirte esta postal. A esta hora, cada playa es una fiesta y se escuchan, de lejos, risotadas y música. Yo creo que tocan a más de una botella de ron por cabeza, no como aquellos pobres marineros de Barbanegra. Miro y remiro con los prismáticos y me parece ver moverse entre el manglar algún fantasma suyo. A veces, los libros son más ciertos que la realidad. Se hace de noche, te echo de menos. Pronto volveré, pero aún no. Espero que estés bien. Te escribo desde las Islas Vírgenes Británicas, en la isla de Peter, un trozo de tierra frente a Tórtola. El sol, que sale por la cara de allí, tras el vendaval de la isla, una zona agreste de palmeras sacudidas por el viento, se pone ahora sobre el Canal de Drake, en una dulzura de madreselvas, manglares y árboles flamboyanes, verdes y salpicados de un naranja denso, profundo y tropical. El mar parece de mercurio de tan manso, a esta hora. Aquí estaría la ‘Isla del tesoro’ de la famosa novela de Robert Louis Stevenson , que –¿sabes?–, nunca estuvo aquí. Vivió la mayor parte de su vida en Londres y se trasladó a Samoa, pero este archipiélago lo escribió de oídas, imaginando sobre los mapas los lugares en los que no había estado. Para visitar el mundo, tal vez baste, como contaba Alcántara, con un balcón y la luna apátrida. Pescamos peces tigre sobre el arrecife y bajamos a pulmón raseando los corales, los pulpos y los meros, y te juro que esta tierra es cierta porque aparecía en el libro, y no al revés. Pensarás que es una tontería pero creo que fue el libro lo que hizo ciertas a estas islas en leyendas que nos hicieron soñar con la posada del Almirante Benbow y en canciones de leyenda. Aquello que tengo enfrente, ese pedrusco que el anochecer desintegra en colores pardos, es el famoso Pecho o Cofre del muerto. Aquí le dicen el Deadman’s Chest, el Pecho del muerto, por la forma que tiene del tórax de un hombre sin cabeza. En la versión española le dijeron el Cofre del muerto por la polisemia de la palabra ‘chest’, pero yo ahí veo un hombre tendido boca arriba, y no un baúl. Recordarás aquella canción que rezaba «Quince hombres sobre el cofre del muerto, y una botella de ron». Cuentan que en castigo por alguna trastada, el temible pirata Barbanegra abandonó allí a quince marineros sin agua dulce y con la única compañía de una botella de ron y una espada. Volvió un mes después y sobrevivían algunos de ellos, comidos por la sed y un sol que no conoce la misericordia. Por supuesto, se cree que la historia se la inventó Stevenson para su novela, en 1883, aunque yo siento un escalofrío cuando los imagino esperando la muerte sobre las rocas o devorados por los tiburones y llevados por el agua mientras intentaban alcanzar a esta playa. Aquí las corrientes son terribles y podrían llevarse un petrolero. Hemos intentado sin éxito llegar a la isla de Jost Van Dyke , que está a Poniente de Tórtola, y no pudimos alcanzarla por el viento que llevábamos de proa pese a que ceñíamos como el mismísimo demonio y metíamos la regala en el agua. En Jost Van Dyke solo hay un bar, pero qué bar. La gente de aquí, que se dedica a mover fortunas, navega hasta la isla a emputecerse y cogen cada pajarraca de cuidado en una juerga con música Calypso, flores y arrime de cebolleta que me he perdido por el jodido viento de proa. A cambio he tenido tiempo de escribirte esta postal. A esta hora, cada playa es una fiesta y se escuchan, de lejos, risotadas y música. Yo creo que tocan a más de una botella de ron por cabeza, no como aquellos pobres marineros de Barbanegra. Miro y remiro con los prismáticos y me parece ver moverse entre el manglar algún fantasma suyo. A veces, los libros son más ciertos que la realidad. Se hace de noche, te echo de menos. Pronto volveré, pero aún no. Espero que estés bien. Te escribo desde las Islas Vírgenes Británicas, en la isla de Peter, un trozo de tierra frente a Tórtola. El sol, que sale por la cara de allí, tras el vendaval de la isla, una zona agreste de palmeras sacudidas por el viento, se pone ahora sobre el Canal de Drake, en una dulzura de madreselvas, manglares y árboles flamboyanes, verdes y salpicados de un naranja denso, profundo y tropical. El mar parece de mercurio de tan manso, a esta hora. Aquí estaría la ‘Isla del tesoro’ de la famosa novela de Robert Louis Stevenson , que –¿sabes?–, nunca estuvo aquí. Vivió la mayor parte de su vida en Londres y se trasladó a Samoa, pero este archipiélago lo escribió de oídas, imaginando sobre los mapas los lugares en los que no había estado. Para visitar el mundo, tal vez baste, como contaba Alcántara, con un balcón y la luna apátrida. Pescamos peces tigre sobre el arrecife y bajamos a pulmón raseando los corales, los pulpos y los meros, y te juro que esta tierra es cierta porque aparecía en el libro, y no al revés. Pensarás que es una tontería pero creo que fue el libro lo que hizo ciertas a estas islas en leyendas que nos hicieron soñar con la posada del Almirante Benbow y en canciones de leyenda. Aquello que tengo enfrente, ese pedrusco que el anochecer desintegra en colores pardos, es el famoso Pecho o Cofre del muerto. Aquí le dicen el Deadman’s Chest, el Pecho del muerto, por la forma que tiene del tórax de un hombre sin cabeza. En la versión española le dijeron el Cofre del muerto por la polisemia de la palabra ‘chest’, pero yo ahí veo un hombre tendido boca arriba, y no un baúl. Recordarás aquella canción que rezaba «Quince hombres sobre el cofre del muerto, y una botella de ron». Cuentan que en castigo por alguna trastada, el temible pirata Barbanegra abandonó allí a quince marineros sin agua dulce y con la única compañía de una botella de ron y una espada. Volvió un mes después y sobrevivían algunos de ellos, comidos por la sed y un sol que no conoce la misericordia. Por supuesto, se cree que la historia se la inventó Stevenson para su novela, en 1883, aunque yo siento un escalofrío cuando los imagino esperando la muerte sobre las rocas o devorados por los tiburones y llevados por el agua mientras intentaban alcanzar a esta playa. Aquí las corrientes son terribles y podrían llevarse un petrolero. Hemos intentado sin éxito llegar a la isla de Jost Van Dyke , que está a Poniente de Tórtola, y no pudimos alcanzarla por el viento que llevábamos de proa pese a que ceñíamos como el mismísimo demonio y metíamos la regala en el agua. En Jost Van Dyke solo hay un bar, pero qué bar. La gente de aquí, que se dedica a mover fortunas, navega hasta la isla a emputecerse y cogen cada pajarraca de cuidado en una juerga con música Calypso, flores y arrime de cebolleta que me he perdido por el jodido viento de proa. A cambio he tenido tiempo de escribirte esta postal. A esta hora, cada playa es una fiesta y se escuchan, de lejos, risotadas y música. Yo creo que tocan a más de una botella de ron por cabeza, no como aquellos pobres marineros de Barbanegra. Miro y remiro con los prismáticos y me parece ver moverse entre el manglar algún fantasma suyo. A veces, los libros son más ciertos que la realidad. Se hace de noche, te echo de menos. Pronto volveré, pero aún no. RSS de noticias de cultura
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