El presidente de la CEE, Luis Argüello, dijo hace unos días que, ante una situación de bloqueo político y parálisis institucional, la mejor salida es dar voz a la sociedad para que se pronuncie. No fue, desde luego, un pronunciamiento magisterial, sino un juicio histórico contingente sostenido por la Doctrina Social de la Iglesia. Muchas personas relevantes en nuestra conversación nacional se han manifestado en términos análogos estos días, entre ellas numerosos socialistas de larga trayectoria. Así pues, no fue un pronunciamiento partidista, sino un juicio ponderado y profundamente respetuoso con la legalidad y con la pluralidad de nuestra sociedad. Un juicio que miraba al bien común y al cuidado de nuestras instituciones. La respuesta amenazante y desabrida del ministro Félix Bolaños , acusando a los obispos de romper su neutralidad institucional y de estar «en comunión con la ultraderecha», demuestra mucha ignorancia y también un punto de desesperación. En primer lugar, no ha habido una toma de posición de la CEE, sino una expresión libre y mesurada del arzobispo de Valladolid, que es, ciertamente, presidente de la Conferencia, sobre un tema que interesa a todos los españoles. Por otra parte, hablar de «comunión con la ultraderecha» es un ejercicio de estulticia . En esos días monseñor Argüello estaba liderando la petición de la Iglesia de regularizar a medio millón de inmigrantes, había denunciado la inhumanidad de la guerra en Gaza y había reclamado una política de vivienda que responda a la necesidad de los jóvenes. Es cierto que Argüello no es fácil de clasificar con las etiquetas que le gustan a Bolaños, pero es conocida su sensibilidad social, su rechazo a la «dialéctica de los contrarios» y su apelación a la «caridad política». Quizás sean términos que exceden la capacidad del ministro. A nadie se le pide estar de acuerdo con el juicio político (no partidista) de monseñor Argüello, aunque a mí me parece lleno de buen sentido. Bolaños podía haber abierto una discusión razonada sobre la cuestión, y habría sido interesante. En cambio, ha producido una rabieta que daría para jolgorio de muchos si no fuera porque refleja la mentalidad del muro entre españoles, y porque pretende establecer desde el poder sobre qué cuestiones puede, o no puede, hablar un obispo. Resulta que nada de lo humano es ajeno a la preocupación de los cristianos, que en cada situación deben encontrar, eso sí, las palabras más adecuadas. En un momento de polarización abrasiva y de creciente desconfianza social respecto de la política, la intervención de Luis Argüello aporta cordura y es una invitación al protagonismo de la sociedad, a la vez que valora nuestra arquitectura institucional. No existe ningún peligro de que la Iglesia en España abandone la senda iniciada en la Transición y descienda al legítimo debate entre los partidos. Lo que sería una gran pérdida es que renunciara a ofrecer una palabra libre, nacida de su propia entraña, sobre la encrucijada, ética y cultural, antes que política, que como sociedad atravesamos. El presidente de la CEE, Luis Argüello, dijo hace unos días que, ante una situación de bloqueo político y parálisis institucional, la mejor salida es dar voz a la sociedad para que se pronuncie. No fue, desde luego, un pronunciamiento magisterial, sino un juicio histórico contingente sostenido por la Doctrina Social de la Iglesia. Muchas personas relevantes en nuestra conversación nacional se han manifestado en términos análogos estos días, entre ellas numerosos socialistas de larga trayectoria. Así pues, no fue un pronunciamiento partidista, sino un juicio ponderado y profundamente respetuoso con la legalidad y con la pluralidad de nuestra sociedad. Un juicio que miraba al bien común y al cuidado de nuestras instituciones. La respuesta amenazante y desabrida del ministro Félix Bolaños , acusando a los obispos de romper su neutralidad institucional y de estar «en comunión con la ultraderecha», demuestra mucha ignorancia y también un punto de desesperación. En primer lugar, no ha habido una toma de posición de la CEE, sino una expresión libre y mesurada del arzobispo de Valladolid, que es, ciertamente, presidente de la Conferencia, sobre un tema que interesa a todos los españoles. Por otra parte, hablar de «comunión con la ultraderecha» es un ejercicio de estulticia . En esos días monseñor Argüello estaba liderando la petición de la Iglesia de regularizar a medio millón de inmigrantes, había denunciado la inhumanidad de la guerra en Gaza y había reclamado una política de vivienda que responda a la necesidad de los jóvenes. Es cierto que Argüello no es fácil de clasificar con las etiquetas que le gustan a Bolaños, pero es conocida su sensibilidad social, su rechazo a la «dialéctica de los contrarios» y su apelación a la «caridad política». Quizás sean términos que exceden la capacidad del ministro. A nadie se le pide estar de acuerdo con el juicio político (no partidista) de monseñor Argüello, aunque a mí me parece lleno de buen sentido. Bolaños podía haber abierto una discusión razonada sobre la cuestión, y habría sido interesante. En cambio, ha producido una rabieta que daría para jolgorio de muchos si no fuera porque refleja la mentalidad del muro entre españoles, y porque pretende establecer desde el poder sobre qué cuestiones puede, o no puede, hablar un obispo. Resulta que nada de lo humano es ajeno a la preocupación de los cristianos, que en cada situación deben encontrar, eso sí, las palabras más adecuadas. En un momento de polarización abrasiva y de creciente desconfianza social respecto de la política, la intervención de Luis Argüello aporta cordura y es una invitación al protagonismo de la sociedad, a la vez que valora nuestra arquitectura institucional. No existe ningún peligro de que la Iglesia en España abandone la senda iniciada en la Transición y descienda al legítimo debate entre los partidos. Lo que sería una gran pérdida es que renunciara a ofrecer una palabra libre, nacida de su propia entraña, sobre la encrucijada, ética y cultural, antes que política, que como sociedad atravesamos. El presidente de la CEE, Luis Argüello, dijo hace unos días que, ante una situación de bloqueo político y parálisis institucional, la mejor salida es dar voz a la sociedad para que se pronuncie. No fue, desde luego, un pronunciamiento magisterial, sino un juicio histórico contingente sostenido por la Doctrina Social de la Iglesia. Muchas personas relevantes en nuestra conversación nacional se han manifestado en términos análogos estos días, entre ellas numerosos socialistas de larga trayectoria. Así pues, no fue un pronunciamiento partidista, sino un juicio ponderado y profundamente respetuoso con la legalidad y con la pluralidad de nuestra sociedad. Un juicio que miraba al bien común y al cuidado de nuestras instituciones. La respuesta amenazante y desabrida del ministro Félix Bolaños , acusando a los obispos de romper su neutralidad institucional y de estar «en comunión con la ultraderecha», demuestra mucha ignorancia y también un punto de desesperación. En primer lugar, no ha habido una toma de posición de la CEE, sino una expresión libre y mesurada del arzobispo de Valladolid, que es, ciertamente, presidente de la Conferencia, sobre un tema que interesa a todos los españoles. Por otra parte, hablar de «comunión con la ultraderecha» es un ejercicio de estulticia . En esos días monseñor Argüello estaba liderando la petición de la Iglesia de regularizar a medio millón de inmigrantes, había denunciado la inhumanidad de la guerra en Gaza y había reclamado una política de vivienda que responda a la necesidad de los jóvenes. Es cierto que Argüello no es fácil de clasificar con las etiquetas que le gustan a Bolaños, pero es conocida su sensibilidad social, su rechazo a la «dialéctica de los contrarios» y su apelación a la «caridad política». Quizás sean términos que exceden la capacidad del ministro. A nadie se le pide estar de acuerdo con el juicio político (no partidista) de monseñor Argüello, aunque a mí me parece lleno de buen sentido. Bolaños podía haber abierto una discusión razonada sobre la cuestión, y habría sido interesante. En cambio, ha producido una rabieta que daría para jolgorio de muchos si no fuera porque refleja la mentalidad del muro entre españoles, y porque pretende establecer desde el poder sobre qué cuestiones puede, o no puede, hablar un obispo. Resulta que nada de lo humano es ajeno a la preocupación de los cristianos, que en cada situación deben encontrar, eso sí, las palabras más adecuadas. En un momento de polarización abrasiva y de creciente desconfianza social respecto de la política, la intervención de Luis Argüello aporta cordura y es una invitación al protagonismo de la sociedad, a la vez que valora nuestra arquitectura institucional. No existe ningún peligro de que la Iglesia en España abandone la senda iniciada en la Transición y descienda al legítimo debate entre los partidos. Lo que sería una gran pérdida es que renunciara a ofrecer una palabra libre, nacida de su propia entraña, sobre la encrucijada, ética y cultural, antes que política, que como sociedad atravesamos. 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