Para quienes habitan el verano como una estación lenta y premonitoria, la literatura de Javier Marías es sustancia existencial. Es puro verano, en su más esencial demolición del espíritu. Los personajes de Javier Marías —sus rodeos, circunloquios y descalabros— cimbran el desenlace. Narran una desaparición. El verano encarna la ausencia, tal y como Javier Marías la ha descrito en sus estampas más afinadas: la estancia donde un teléfono suena y nadie lo coge; ese momento de angustia de quien está a punto de encender un mechero junto a un carrito de bebé o una navaja mariposa se hunde sin aviso ni motivo alguno en la piel de alguien. El verano es su posibilidad y la tragedia agazapada. Es el pedestal ya completamente vacío. Es el accidente ya consumado, ese conjunto de días que dejarán de ser. El verano es, más que ninguna otra estación, aquello que dejará de estar o ya ha desaparecido. Marta Téllez no muere de manera inesperada en una fecha que supongamos estival, como tampoco ocurre en verano la muerte de Miguel Deverne . Sin embargo, hay en el verano algo tan rotundo como la horrible fuerza del presente que vuelca Javier Marías sobre el destino de sus personajes. Es la aparente falta de propósito, acaso la poca faena del asueto lo que nos que aplasta, incluso más que el pasado o su memoria. El verano es la uve quebrada, el descalabro, la tripa caída y la playa llena de medusas. Es la lenta constatación de la pareja que no funciona, o incluso la juventud o la jovialidad en trance de desaparecer. El verano es, tal y como las novelas de Javier Marías, aquello que problematiza lo duradero, interrumpe las certezas o, lo que es peor, la adereza con ungüentos, cremas bronceadoras y siestas repletas de moscas. El verano es, desde el comienzo hasta el final, una decepción, una expectativa incumplida, un desenlace sin belleza. El verano, con su épica emocional y su barreño infeccioso de verdad, es esta frase de ‘Los enamoramientos’, que aplica para todos los que nos hemos quedado con la boca abierta, congelados en la constatación. «No podemos pretender ser los primero, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, y es con eso poco noble con lo que se erigen los grandes amores y se fundan las grandes familias». Abandonados a nuestra propia suerte, vacantes de nosotros mismos, encerrados en el estío, nos resulta mucho más claro entender lo que nos pasa: somos esto que hay y que habrá de acabarse, tarde o temprano, de la mejor o peor forma. Atrapados en la tela de araña de la verbena, amortajados con el bañador, yacemos boca arriba y nos ponemos al servicio de la espera, la acumulación de días y probablemente la embriaguez sentimental, de ahí que las personas les dé por aplaudir una puesta de sol o tajarse hasta tomar la decisión de saltar desde un balcón. El verano es siempre una estación desmemoriada, escribió Javier Marías : «Nos creemos libres, nos despojamos, nos alejamos de todo… y luego no recordamos nada con claridad». El verano es la zona fantasma por excelencia y el mejor lugar para las ficciones. No me refiero a las que nos creamos, sino a aquellas que desmontan las propias. Cualquier novela suya hace con nuestra mirada de la vida lo que el verano. Javier Marías escribía a máquina. Acababa una página, la leía, la corregía a mano y volvía a teclearla. Cada vez que alguien le hacía notar la lentitud de su método, él contestaba: «No escribo para ganar tiempo. Escribo para notarlo». Eso es, también, el verano, visto por el hombre que escribió ‘Corazón tan blanco’. Para quienes habitan el verano como una estación lenta y premonitoria, la literatura de Javier Marías es sustancia existencial. Es puro verano, en su más esencial demolición del espíritu. Los personajes de Javier Marías —sus rodeos, circunloquios y descalabros— cimbran el desenlace. Narran una desaparición. El verano encarna la ausencia, tal y como Javier Marías la ha descrito en sus estampas más afinadas: la estancia donde un teléfono suena y nadie lo coge; ese momento de angustia de quien está a punto de encender un mechero junto a un carrito de bebé o una navaja mariposa se hunde sin aviso ni motivo alguno en la piel de alguien. El verano es su posibilidad y la tragedia agazapada. Es el pedestal ya completamente vacío. Es el accidente ya consumado, ese conjunto de días que dejarán de ser. El verano es, más que ninguna otra estación, aquello que dejará de estar o ya ha desaparecido. Marta Téllez no muere de manera inesperada en una fecha que supongamos estival, como tampoco ocurre en verano la muerte de Miguel Deverne . Sin embargo, hay en el verano algo tan rotundo como la horrible fuerza del presente que vuelca Javier Marías sobre el destino de sus personajes. Es la aparente falta de propósito, acaso la poca faena del asueto lo que nos que aplasta, incluso más que el pasado o su memoria. El verano es la uve quebrada, el descalabro, la tripa caída y la playa llena de medusas. Es la lenta constatación de la pareja que no funciona, o incluso la juventud o la jovialidad en trance de desaparecer. El verano es, tal y como las novelas de Javier Marías, aquello que problematiza lo duradero, interrumpe las certezas o, lo que es peor, la adereza con ungüentos, cremas bronceadoras y siestas repletas de moscas. El verano es, desde el comienzo hasta el final, una decepción, una expectativa incumplida, un desenlace sin belleza. El verano, con su épica emocional y su barreño infeccioso de verdad, es esta frase de ‘Los enamoramientos’, que aplica para todos los que nos hemos quedado con la boca abierta, congelados en la constatación. «No podemos pretender ser los primero, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, y es con eso poco noble con lo que se erigen los grandes amores y se fundan las grandes familias». Abandonados a nuestra propia suerte, vacantes de nosotros mismos, encerrados en el estío, nos resulta mucho más claro entender lo que nos pasa: somos esto que hay y que habrá de acabarse, tarde o temprano, de la mejor o peor forma. Atrapados en la tela de araña de la verbena, amortajados con el bañador, yacemos boca arriba y nos ponemos al servicio de la espera, la acumulación de días y probablemente la embriaguez sentimental, de ahí que las personas les dé por aplaudir una puesta de sol o tajarse hasta tomar la decisión de saltar desde un balcón. El verano es siempre una estación desmemoriada, escribió Javier Marías : «Nos creemos libres, nos despojamos, nos alejamos de todo… y luego no recordamos nada con claridad». El verano es la zona fantasma por excelencia y el mejor lugar para las ficciones. No me refiero a las que nos creamos, sino a aquellas que desmontan las propias. Cualquier novela suya hace con nuestra mirada de la vida lo que el verano. Javier Marías escribía a máquina. Acababa una página, la leía, la corregía a mano y volvía a teclearla. Cada vez que alguien le hacía notar la lentitud de su método, él contestaba: «No escribo para ganar tiempo. Escribo para notarlo». Eso es, también, el verano, visto por el hombre que escribió ‘Corazón tan blanco’. Para quienes habitan el verano como una estación lenta y premonitoria, la literatura de Javier Marías es sustancia existencial. Es puro verano, en su más esencial demolición del espíritu. Los personajes de Javier Marías —sus rodeos, circunloquios y descalabros— cimbran el desenlace. Narran una desaparición. El verano encarna la ausencia, tal y como Javier Marías la ha descrito en sus estampas más afinadas: la estancia donde un teléfono suena y nadie lo coge; ese momento de angustia de quien está a punto de encender un mechero junto a un carrito de bebé o una navaja mariposa se hunde sin aviso ni motivo alguno en la piel de alguien. El verano es su posibilidad y la tragedia agazapada. Es el pedestal ya completamente vacío. Es el accidente ya consumado, ese conjunto de días que dejarán de ser. El verano es, más que ninguna otra estación, aquello que dejará de estar o ya ha desaparecido. Marta Téllez no muere de manera inesperada en una fecha que supongamos estival, como tampoco ocurre en verano la muerte de Miguel Deverne . Sin embargo, hay en el verano algo tan rotundo como la horrible fuerza del presente que vuelca Javier Marías sobre el destino de sus personajes. Es la aparente falta de propósito, acaso la poca faena del asueto lo que nos que aplasta, incluso más que el pasado o su memoria. El verano es la uve quebrada, el descalabro, la tripa caída y la playa llena de medusas. Es la lenta constatación de la pareja que no funciona, o incluso la juventud o la jovialidad en trance de desaparecer. El verano es, tal y como las novelas de Javier Marías, aquello que problematiza lo duradero, interrumpe las certezas o, lo que es peor, la adereza con ungüentos, cremas bronceadoras y siestas repletas de moscas. El verano es, desde el comienzo hasta el final, una decepción, una expectativa incumplida, un desenlace sin belleza. El verano, con su épica emocional y su barreño infeccioso de verdad, es esta frase de ‘Los enamoramientos’, que aplica para todos los que nos hemos quedado con la boca abierta, congelados en la constatación. «No podemos pretender ser los primero, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, y es con eso poco noble con lo que se erigen los grandes amores y se fundan las grandes familias». Abandonados a nuestra propia suerte, vacantes de nosotros mismos, encerrados en el estío, nos resulta mucho más claro entender lo que nos pasa: somos esto que hay y que habrá de acabarse, tarde o temprano, de la mejor o peor forma. Atrapados en la tela de araña de la verbena, amortajados con el bañador, yacemos boca arriba y nos ponemos al servicio de la espera, la acumulación de días y probablemente la embriaguez sentimental, de ahí que las personas les dé por aplaudir una puesta de sol o tajarse hasta tomar la decisión de saltar desde un balcón. El verano es siempre una estación desmemoriada, escribió Javier Marías : «Nos creemos libres, nos despojamos, nos alejamos de todo… y luego no recordamos nada con claridad». El verano es la zona fantasma por excelencia y el mejor lugar para las ficciones. No me refiero a las que nos creamos, sino a aquellas que desmontan las propias. Cualquier novela suya hace con nuestra mirada de la vida lo que el verano. Javier Marías escribía a máquina. Acababa una página, la leía, la corregía a mano y volvía a teclearla. Cada vez que alguien le hacía notar la lentitud de su método, él contestaba: «No escribo para ganar tiempo. Escribo para notarlo». Eso es, también, el verano, visto por el hombre que escribió ‘Corazón tan blanco’. RSS de noticias de cultura
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