Hay una canción que compuso Antonio Vega en 1987 para Nacha Pop que se titula ‘Persiguiendo sombras, que dice «Da igual si no estás, que te busque por cualquier lugar, nada me importa hoy, no sé ni donde voy, persiguiendo sombras….». Y aunque el bueno de Antonio la escribiera en Londres, con numerosas referencias al frío de Albión, no dejo de pensar en esa letra ahora que encontrar una sombra en Madrid es tarea prácticamente de superhéroe. Porque la ciudad se ha vuelto una parrilla, un horno propio de una pizzería napolitana, un brasero, un volcán, una estufa sin final: una plancha en la que somos tostadas. Una sombra en esta villa es una quimera, un lujo inalcanzable que en estos días de julio español se cotiza más que un palco en el Bernabéu para la final de Champions. Uno sale a la calle, con la osadía de quien cree que puede desafiar al sol, ese tirano inclemente que ha decidido convertir Madrid y España entera, en un horno crematorio al aire libre. Por eso los gatos andan con la desesperación de un náufrago. La sombra no es para el pueblo llano, es elitista, caprichosa, una aristócrata que se esconde tras los edificios, los árboles raquíticos y las marquesinas de autobús que, por cierto, parecen diseñadas para achicharrarte con más saña.Caminas por Madrid , (o por cualquier pueblo de España) y el asfalto parece derretirse con la misma facilidad que la moral de un secretario de Organización. Entonces, te das cuenta de que la sombra es un bien especulativo. Está, pero no está. La ves, allá, a lo lejos, como un espejismo, pero cuando llegas se ha esfumado, reemplazada por un sol que te pega en la nuca como si te hubiera jurado rencor eterno. Y entonces, en tu delirio, te pegas a la pared, a las fachadas de los edificios con balcones buscando ese milímetro de penumbra que te salve del infarto térmico pero ni con esas.Noticia Relacionada estandar Si Madrid ‘se Sabina’ Alfonso J. UssíaY qué decir de los que, en un alarde de ingenio urbanístico, plantan árboles anémicos en las plazas, con cuatro hojas mustias que no darían sombra ni a una hormiga con anorexia. Pero ahí los tienes, asegurando que los toldos y los esquejes como «zonas verdes» mientras el madrileño medio se asa vivo bajo un sol que no respeta ni la siesta. Y en otro delirio de valentía, uno se lanza a los bares con terraza, esos santuarios donde te crees que encontrarás alivio bajo una sombrilla que está diseñada para concentrar el calor como una lupa sobre un hormiguero. Buscas entonces las sombrillas con riego, esas que disparan un flús flús que pueda regalarte unos instantes de frescor, pero nada; ni siquiera las mangueras riegan agua porque de ellas sale un chorro hirviendo que serviría para cocer cualquier pasta italiana. Pero el madrileño se esfuerza y sigue tratando de plantarle cara al infierno y se sienta en la terraza con cara de pena rogándole a San Nicolás y San Judas Tadeo que, por favor, la única causa imposible es sobrevivir bajo este sol abrasador y que nos salven de este radiador inmersivo en el que nos movemos. Después, al terminar la caña, uno trata de ver si la sombra de su silueta lo acompaña pero tampoco. Entonces subes los hombros, te preguntas qué ha sido de ella y lamentas que ni siquiera la sombra de uno mismo tenga la valentía de acompañarte en este valle de lágrimas ácidas. La sombra, amigos, no es un derecho, es un privilegio. Y en este país, donde el calor nos trata como si fuéramos gambas al ajillo, la sombra es el nuevo caviar: todos la queremos, pocos la tenemos, y cuando la encontramos, suele estar ocupada por un gato callejero que nos mira con desprecio sabiendo que no nos cederá su sitio. Así que, resignémonos: o nos mudamos a Noruega, Suecia o el congelador de nuestras casas, o aprendemos a querer a este sol que, con su amor violento, nos recuerda que en España, hasta para sudar, hay que tener estilo. Y vuelvo a casa tarareando la misma canción: «Dejó atrás, la estela del mar, no termino de deambular, me divierte andar, despistarme jugar, persiguiendo sombras…». Hay una canción que compuso Antonio Vega en 1987 para Nacha Pop que se titula ‘Persiguiendo sombras, que dice «Da igual si no estás, que te busque por cualquier lugar, nada me importa hoy, no sé ni donde voy, persiguiendo sombras….». Y aunque el bueno de Antonio la escribiera en Londres, con numerosas referencias al frío de Albión, no dejo de pensar en esa letra ahora que encontrar una sombra en Madrid es tarea prácticamente de superhéroe. Porque la ciudad se ha vuelto una parrilla, un horno propio de una pizzería napolitana, un brasero, un volcán, una estufa sin final: una plancha en la que somos tostadas. Una sombra en esta villa es una quimera, un lujo inalcanzable que en estos días de julio español se cotiza más que un palco en el Bernabéu para la final de Champions. Uno sale a la calle, con la osadía de quien cree que puede desafiar al sol, ese tirano inclemente que ha decidido convertir Madrid y España entera, en un horno crematorio al aire libre. Por eso los gatos andan con la desesperación de un náufrago. La sombra no es para el pueblo llano, es elitista, caprichosa, una aristócrata que se esconde tras los edificios, los árboles raquíticos y las marquesinas de autobús que, por cierto, parecen diseñadas para achicharrarte con más saña.Caminas por Madrid , (o por cualquier pueblo de España) y el asfalto parece derretirse con la misma facilidad que la moral de un secretario de Organización. Entonces, te das cuenta de que la sombra es un bien especulativo. Está, pero no está. La ves, allá, a lo lejos, como un espejismo, pero cuando llegas se ha esfumado, reemplazada por un sol que te pega en la nuca como si te hubiera jurado rencor eterno. Y entonces, en tu delirio, te pegas a la pared, a las fachadas de los edificios con balcones buscando ese milímetro de penumbra que te salve del infarto térmico pero ni con esas.Noticia Relacionada estandar Si Madrid ‘se Sabina’ Alfonso J. UssíaY qué decir de los que, en un alarde de ingenio urbanístico, plantan árboles anémicos en las plazas, con cuatro hojas mustias que no darían sombra ni a una hormiga con anorexia. Pero ahí los tienes, asegurando que los toldos y los esquejes como «zonas verdes» mientras el madrileño medio se asa vivo bajo un sol que no respeta ni la siesta. Y en otro delirio de valentía, uno se lanza a los bares con terraza, esos santuarios donde te crees que encontrarás alivio bajo una sombrilla que está diseñada para concentrar el calor como una lupa sobre un hormiguero. Buscas entonces las sombrillas con riego, esas que disparan un flús flús que pueda regalarte unos instantes de frescor, pero nada; ni siquiera las mangueras riegan agua porque de ellas sale un chorro hirviendo que serviría para cocer cualquier pasta italiana. Pero el madrileño se esfuerza y sigue tratando de plantarle cara al infierno y se sienta en la terraza con cara de pena rogándole a San Nicolás y San Judas Tadeo que, por favor, la única causa imposible es sobrevivir bajo este sol abrasador y que nos salven de este radiador inmersivo en el que nos movemos. Después, al terminar la caña, uno trata de ver si la sombra de su silueta lo acompaña pero tampoco. Entonces subes los hombros, te preguntas qué ha sido de ella y lamentas que ni siquiera la sombra de uno mismo tenga la valentía de acompañarte en este valle de lágrimas ácidas. La sombra, amigos, no es un derecho, es un privilegio. Y en este país, donde el calor nos trata como si fuéramos gambas al ajillo, la sombra es el nuevo caviar: todos la queremos, pocos la tenemos, y cuando la encontramos, suele estar ocupada por un gato callejero que nos mira con desprecio sabiendo que no nos cederá su sitio. Así que, resignémonos: o nos mudamos a Noruega, Suecia o el congelador de nuestras casas, o aprendemos a querer a este sol que, con su amor violento, nos recuerda que en España, hasta para sudar, hay que tener estilo. Y vuelvo a casa tarareando la misma canción: «Dejó atrás, la estela del mar, no termino de deambular, me divierte andar, despistarme jugar, persiguiendo sombras…». Hay una canción que compuso Antonio Vega en 1987 para Nacha Pop que se titula ‘Persiguiendo sombras, que dice «Da igual si no estás, que te busque por cualquier lugar, nada me importa hoy, no sé ni donde voy, persiguiendo sombras….». Y aunque el bueno de Antonio la escribiera en Londres, con numerosas referencias al frío de Albión, no dejo de pensar en esa letra ahora que encontrar una sombra en Madrid es tarea prácticamente de superhéroe. Porque la ciudad se ha vuelto una parrilla, un horno propio de una pizzería napolitana, un brasero, un volcán, una estufa sin final: una plancha en la que somos tostadas. Una sombra en esta villa es una quimera, un lujo inalcanzable que en estos días de julio español se cotiza más que un palco en el Bernabéu para la final de Champions. Uno sale a la calle, con la osadía de quien cree que puede desafiar al sol, ese tirano inclemente que ha decidido convertir Madrid y España entera, en un horno crematorio al aire libre. Por eso los gatos andan con la desesperación de un náufrago. La sombra no es para el pueblo llano, es elitista, caprichosa, una aristócrata que se esconde tras los edificios, los árboles raquíticos y las marquesinas de autobús que, por cierto, parecen diseñadas para achicharrarte con más saña.Caminas por Madrid , (o por cualquier pueblo de España) y el asfalto parece derretirse con la misma facilidad que la moral de un secretario de Organización. Entonces, te das cuenta de que la sombra es un bien especulativo. Está, pero no está. La ves, allá, a lo lejos, como un espejismo, pero cuando llegas se ha esfumado, reemplazada por un sol que te pega en la nuca como si te hubiera jurado rencor eterno. Y entonces, en tu delirio, te pegas a la pared, a las fachadas de los edificios con balcones buscando ese milímetro de penumbra que te salve del infarto térmico pero ni con esas.Noticia Relacionada estandar Si Madrid ‘se Sabina’ Alfonso J. UssíaY qué decir de los que, en un alarde de ingenio urbanístico, plantan árboles anémicos en las plazas, con cuatro hojas mustias que no darían sombra ni a una hormiga con anorexia. Pero ahí los tienes, asegurando que los toldos y los esquejes como «zonas verdes» mientras el madrileño medio se asa vivo bajo un sol que no respeta ni la siesta. Y en otro delirio de valentía, uno se lanza a los bares con terraza, esos santuarios donde te crees que encontrarás alivio bajo una sombrilla que está diseñada para concentrar el calor como una lupa sobre un hormiguero. Buscas entonces las sombrillas con riego, esas que disparan un flús flús que pueda regalarte unos instantes de frescor, pero nada; ni siquiera las mangueras riegan agua porque de ellas sale un chorro hirviendo que serviría para cocer cualquier pasta italiana. Pero el madrileño se esfuerza y sigue tratando de plantarle cara al infierno y se sienta en la terraza con cara de pena rogándole a San Nicolás y San Judas Tadeo que, por favor, la única causa imposible es sobrevivir bajo este sol abrasador y que nos salven de este radiador inmersivo en el que nos movemos. Después, al terminar la caña, uno trata de ver si la sombra de su silueta lo acompaña pero tampoco. Entonces subes los hombros, te preguntas qué ha sido de ella y lamentas que ni siquiera la sombra de uno mismo tenga la valentía de acompañarte en este valle de lágrimas ácidas. La sombra, amigos, no es un derecho, es un privilegio. Y en este país, donde el calor nos trata como si fuéramos gambas al ajillo, la sombra es el nuevo caviar: todos la queremos, pocos la tenemos, y cuando la encontramos, suele estar ocupada por un gato callejero que nos mira con desprecio sabiendo que no nos cederá su sitio. Así que, resignémonos: o nos mudamos a Noruega, Suecia o el congelador de nuestras casas, o aprendemos a querer a este sol que, con su amor violento, nos recuerda que en España, hasta para sudar, hay que tener estilo. Y vuelvo a casa tarareando la misma canción: «Dejó atrás, la estela del mar, no termino de deambular, me divierte andar, despistarme jugar, persiguiendo sombras…». RSS de noticias de espana
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